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Las muertes en la valla de Melilla y la política migratoria española (12/08/2022).

A finales de junio de este año, al menos 37 trabajadores inmigrantes africanos mueren al intentar saltar la valla de Melilla, que protege la frontera entre el Estado español y el Reino de Marruecos. La brutal intervención de la policía marroquí se acompaña de la pasividad de las fuerzas de seguridad españolas, que no intervienen cuando los agentes del reino alauita detienen y golpean a migrantes que ya han traspasado la frontera, introduciéndose para ello en territorio nacional.

El gobierno español no se inmuta ante lo sucedido. El presidente del gobierno, Pedro Sánchez, muestra su comprensión ante la actuación de los agentes marroquíes, sometidos a la “violencia” de lxs migrantes. Mientras, diversas fuentes indican que la gendarmería marroquí está cavando fosas comunes para enterrar a los fallecidos. Incluso, hoy en día, no se conoce con exactitud el número de muertos.

El gobierno español ejerce de guardián de una de las principales fronteras europeas. La ruta del Mediterráneo Occidental y las islas Canarias es una de las más concurridas vías de entrada de migrantes africanxs en Europa. Miles de personas pierden sus vidas todos los años en viajes clandestinos realizados en cayucos -embarcaciones improvisadas-, escondidas bajo los chasis de los camiones y furgonetas que cruzan las fronteras de Ceuta y Melilla, o saltando las vallas que separan dichas ciudades del resto de África.

La situación se ha vuelto especialmente ingobernable en los últimos tiempos. Y para entender qué está pasando, sería adecuado detenerse en dos de los aspectos que han marcado los últimos meses de tensión en la frontera: la externalización del control de la inmigración al Reino de Marruecos, y las fuertes contradicciones entre dicho reino y España, tras el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental por parte de Donald Trump.

En primer lugar, hay que tener presente que la Unión Europea, ante la imposibilidad de detener los flujos migratorios multiplicados por las guerras y procesos de devastación económica desatados por la propia intervención occidental en escenarios como Siria, Libia o el Sahel, ha decidido externalizar el control de dichos flujos. La idea es simple: pagar a los países de tránsito para que eviten la llegada de migrantes a las fronteras europeas.

Así, el masivo flujo de solicitantes de asilo y refugio provenientes de Siria se ha limitado, gracias a un gran acuerdo con Turquía, que decidió establecer campos de refugiadxs en su propio suelo, a cambio de una fuerte inyección de dinero comunitario. Algunos países pretenden ir más lejos: en los parlamentos de Dinamarca y el Reino Unido se han presentado proyectos legislativos para que solicitantes de asilo sean confinadxs en otros países, como Ruanda o Albania, mientras se resuelven sus solicitudes. España, por otra parte, ha fiado gran parte de su política migratoria al pago de fuertes sumas a Marruecos, destinadas, de forma directa o indirecta, a que el reino alauita cree campos de concentración de migrantes y extreme la vigilancia en la frontera común.

Por supuesto, esta externalización de las labores de control de la inmigración excluye toda vigilancia sobre el respeto a los derechos humanos de migrantes. La arbitrariedad de la policía marroquí o los guardacostas libios y turcos ha sido subrayada por todas las organizaciones de defensa de migrantes. Los malos tratos de todo tipo están a la orden del día, pero los medios de comunicación europeos suspenden un evidente manto de silencio, sobre todo lo que ocurre más allá de las fronteras, y sólo informan sobre los flujos migratorios cuando se produce un salto masivo a las vallas fronterizas o una avalancha de cayucos.

Es más, la Unión Europea ha puesto en marcha una estructura policial propia para el control de las fronteras comunitarias: Frontex. Sin embargo, Frontex actúa también de forma polémica. Tras numerosas denuncias que indican que la agencia realiza devoluciones en caliente -sin procedimiento judicial alguno y en medio del mar-, que acaban en ocasiones en el fallecimiento de migrantes, el director de Frontex ha debido dimitir. Además, las fuerzas policiales de los Estados Miembros entran, en ocasiones, en conflicto con Frontex. Eso explica que la agencia no se haya desplegado, por ejemplo, en las fronteras españolas con Marruecos, ante las reticencias de la policía hispana.

Por otra parte, la legislación relativa al control de la inmigración se endurece en toda Europa. En primer lugar, hay que tener presente el racismo subyacente a la actuación jurídica de las instituciones europeas. Mientras se activa la posibilidad de la protección temporal de refugiadxs provenientes de Ucrania, los que provienen de Siria o el Sahel -espacios también en guerra, pero con poblaciones de tez normalmente más oscura- son rechazadxs en las fronteras o sometidxs a devoluciones “en caliente”. El tan afamado “modelo social europeo” contempla de forma diferente a los que huyen de las guerras o las vulneraciones de los derechos humanos, según sea su lugar de origen y el color de su piel. Las devoluciones “en caliente”, por otra parte, son legalizadas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que presupone que solicitantes de asilo “de buen comportamiento” pueden presentar sus solicitudes en las oficinas establecidas en los puestos fronterizos y no deben saltar vallas ni llegar a las costas en lanchas neumáticas atestadas. Los buenos señores del Tribunal parecen desconocer detalles peculiares, como que la policía marroquí detiene insistentemente a todas y todos los migrantes que se acercan a las Oficinas de Asilo de la frontera española, en cumplimiento esforzado de la externalización de las funciones de control de inmigración por parte del mismo Reino de España, como denuncian las organizaciones de solidaridad con migrantes.

El resultado final de esta política, por otra parte, es inquietante para Europa. Los países de tránsito han aprendido que la externalización del control de los flujos migratorios les da posibilidades de presión sobre las políticas europeas. Al inicio de este año, la UE acusaba a Bielorrusia de utilizar tácticas de “guerra híbrida” al no detener a solicitantes de asilo que se agolpaban en la frontera polaca. Marruecos, por su parte, ha utilizado la presión migratoria como un elemento de impacto para arrancar un cambio en la política española sobre el Sáhara Occidental, provocando con ello un haz de tensiones geopolíticas en el Mediterráneo de difícil solución. Intentaremos explicarlo brevemente.

Al final de su mandato, el presidente norteamericano Donald Trump reconoce la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental a cambio de que Marruecos reconozca oficialmente a Israel e inicie amplias políticas de colaboración con el gobierno hebreo, como habían hecho otros países de Oriente Medio. La colaboración con Israel incluye que Marruecos tenga acceso al programa espía Pegasus, que el Reino alauita utiliza profusamente para interceptar las comunicaciones de políticos, militares y empresarios de otros países, entre ellos Argelia, Francia y, muy presumiblemente, España.

Tras el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara, el reino alauita presiona a diversos países de la Unión Europea para que hagan lo mismo. Al tiempo, el Frente Polisario -organización política que hegemoniza la representación de la República Árabe Saharaui Democrática- reinicia las actividades militares contra Marruecos, tras un intento de hacerse ver mediante acciones de desobediencia civil que son rápidamente reprimidas por el Ejército marroquí.

Entre tanto, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea declara nulo el acuerdo de comercio entre la UE y Marruecos, en todo aquello que se refiere a recursos económicos situados en el Sáhara ocupado, dado que no se ha consultado a los genuinos representantes del pueblo saharaui. Brahim Gali, dirigente del Frente Polisario, es ingresado en un hospital español para ser tratado de una infección de Covid-19, a petición del gobierno argelino, y de una maneda casi clandestina, lo que provoca una fuerte respuesta de Marruecos.

La respuesta marroquí es paradigmática del nuevo poder que la externalización del control de las fronteras otorga a los países de tránsito de migrantes. Marruecos retira toda vigilancia en las vallas de Ceuta y Melilla y, durante 24 horas, miles de africanxs entran en dichas ciudades, sin que la policía española pueda parar la avalancha. Poco tiempo después, el presidente español afirma públicamente que la solución marroquí al problema del Sáhara Occidental -una autonomía limitada del territorio bajo soberanía alauita- “es la más viable”, provocando la ruptura de las relaciones de amistad entre España y Argelia, que aún no se han normalizado.

Hay que tener presente que España sigue siendo, legalmente, la potencia administradora del Sáhara Occidental, un territorio que la ONU considera “en proceso de descolonización”. La mayor parte del Sáhara está bajo ocupación militar de Marruecos, y los organismos independientes de la República Árabe Saharaui Democrática están concentrados en los campos de refugiados de Tinduf, en la frontera con Argelia. Muchos ciudadanos saharauis tienen, incluso, documentos de identidad españoles, ya que el territorio fue una provincia española hasta el final de los años setenta, y el Reino de España tiene la responsabilidad legal, conforme al Derecho Internacional, de que el proceso de descolonización del territorio se realice de manera respetuosa con la voluntad del pueblo saharaui.

Así que Marruecos fuerza el cambio de 40 años de política exterior española respetuosa con las resoluciones de la ONU respecto del Sáhara Occidental, aunque extremadamente pasiva, utilizando para ello las herramientas tecnológicas israelitas y el control de la gestión de los flujos migratorios hacia Ceuta y Melilla que el propio gobierno español le ha externalizado.

Todo parece ir bien en el mejor de los mundos. Las fuerzas de seguridad marroquís, libias o turcas -internacionalmente conocidas por su falta de respeto a los derechos humanos- guardan las fronteras europeas, para que los ciudadanos de Alemania, Holanda o España puedan desentenderse de lo que pasa más allá de las redes sociales.

Migrantes y refugiados mueren en el mar, en el desierto, ensartados en las vallas, apalizados por los guardianes del orden, se hacinan en campamentos improvisados, en campos de concentración, son vendidos como esclavos en Libia, trabajan sin derechos en las metrópolis europeas, son, como escribía Eduardo Galeano: “Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.”

El pueblo español, en su día atravesado por fuertes corrientes de solidaridad con migrantes, parece ahora anestesiado por la nueva geopolítica de las migraciones, la propaganda de la extrema derecha y el silencio de los medios de comunicación que no quieren confrontar con el racismo, como si manteniendo un discurso vacío se pudiera evitar la extensión del odio. Mientras, los gobiernos de los países de tránsito han aprendido el nuevo poder que les otorga reprimir a estos trabajadores del Sur en busca de futuro, y los asesinan o dejan pasar según sus propios intereses. “Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.”

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