Domésticas y sin papeles: entre la espera, el temor y la esperanza (11/02/2021).

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Compartir su propia historia es importante, dice Elena, cuyo nombre real es otro. La mujer de 33 años, abandonó en 2018 su país natal, Nicaragua, donde fue perseguida, para refugiarse en España. “La situación era cada vez más difícil, inclusive para las personas que trabajaban para el Estado. No era posible hablar en contra del gobierno”.

Elena trabajaba en un almacén de fármacos en Carazo, un departamento en el suroeste del país latinoamericano, pero se vio en la necesidad de renunciar a su trabajo por la represión, las amenazas y algunas fricciones. En España solicitó asilo. El proceso duró seis meses, un tiempo de incertidumbre, pero también de esperanza para ella. Cuando recibió un permiso de trabajo provisional, a la espera de la resolución de su solicitud, y encontró un trabajo en un hostal como camarera de piso, no era precisamente lo que pretendía, dice Elena, que es informática y estuvo dos años estudiando inglés. “Todos estos conocimientos que tengo, no los aplico. Porque el trabajo que hay solo es de limpieza”. Pero el trabajo le dio la oportunidad de estabilizarse. “También tenía la oportunidad de hablar inglés en mi trabajo, algo con lo que siempre había soñado”, explica.

Casi el 29% de las personas solicitantes de asilo que resolvieron su solicitud se quedaron sin ningún tipo de protección

Pero llegó marzo de 2020 y la crisis del covid-19. El hostal en el que trabajaba Elena se vio obligado a cerrar, y después de cinco meses trabajando, ella estaba de nuevo en búsqueda de empleo. Cuando intentó renovar su permiso un mes después, las oficinas estaban tan sobrecargadas y paralizadas que no tuvo la oportunidad hasta octubre. Sin éxito. Su solicitud de asilo fue rechazada.

“Para mí fue algo muy fuerte. Después de haber luchado tanto y de haber logrado conseguir más o menos estabilizarme, nuevamente quedarme en cero era duro para mí”, reflexiona.

Elena no es la única que ha vivido la experiencia de una repentina denegación de asilo en España: las solicitudes de protección internacional en el país volvieron a aumentar en 2019, pero la tasa de reconocimiento cayó al 5,2%. Así, casi el 29% de los que resolvieron su solicitud se quedaron sin ningún tipo de protección.

Desde entonces, Elena ha vuelto a trabajar a escondidas y se encuentra en una situación doblemente invisible. Todos los fines de semana trabaja cuidando a un señor mayor, pero sin papeles, ella no tiene seguridad social ni contrato. Aunque su trabajo está declarado “escencial“, Elena se enfrenta a la explotación, al racismo y tiene pocas posibilidades de defenderse o salir de esa situación.

En España, la Encuesta de Población Activa (EPA) cifra el número de empleadas del hogar en cerca de 600.000 al cierre de 2019, de las cuales alrededor del 96% son mujeres. De ellas, solo 400.000 (que son 67%) están cotizando a la Seguridad Social. De las personas trabajando en hogares, 33% no tienen contrato, la mayoría de ellas son migrantes y en situación administrativa irregular, como Elena.

“El riesgo más grande que corremos es el abuso de algunas personas al saber que no tenemos documentación. Entonces no podemos protestar en contra de la injusticia”, dice Elena. En su situación, se ve en la necesidad de aceptar cualquier trabajo que se le ofrece. Así lo confirma también la Comisión de Ayuda al Refugiado en su informe de 2015: “Quienes se encuentran en situación irregular se ven obligados a aceptar la situación de explotación y precariedad laboral para poder sobrevivir”.

El riesgo de pobreza monetaria en la UE en 2019 era aproximadamente el doble para personas extranjeras (32%) que para nacionales (15%)

Al parecer, poco ha cambiado desde ese informe. Para poder obtener un permiso de residencia permanente en España por motivos de “arraigo”, las personas interesadas deben demostrar que han residido en España de forma continua durante tres años. Pero no tener papeles implica aquí y en cualquier otro lado no tener derechos: no tener permiso de residencia ni de trabajo. Con la imposibilidad de alquilar un espacio para vivir viene la dificultad de encontrar un trabajo decente, se niega la entrada de ingresos económicos y se obliga a la gente a desviarse hacia los límites de la legalidad, hacia la pobreza, la economía sumergida y la marginalidad crónica.

La marginación de ciertos grupos de la población también se refleja en las cifras oficiales: según las estadísticas de integración de los inmigrantes en el mercado laboral de Eurostat, el riesgo de pobreza monetaria en la UE en 2019 era aproximadamente el doble para personas extranjeras (32%) que para nacionales (15%) y especialmente alto para los no comunitarios (38%). Con respecto a personas indocumentadas, no existe ningún estudio riguroso sobre el número de trabajadores sin papeles que, como Elena, contribuyen a la economía del cuidado. Según las estadísticas de 2020 de la ATH-ELE, el 31% de los trabajadores que prestan asistencia a domicilio a personas con algún tipo de dependencia estaban en situación irregular.

La búsqueda de un trabajo digno para Elena no sólo es agotadora, sino que también puede ser peligrosa. Buscando en plataformas online, muchos de los que la contactan buscan otra cosa: “Sin mentirte, me han llamado como 10 personas para dinero a cambio de sexo”.

Los datos de Naciones Unidas muestran que 500.000 mujeres entran cada año en Europa occidental para ser explotadas laboral y sexualmente. “También hemos sabido de chicas que entran a un trabajo y las secuestran”, dice Elena. “Buscando trabajo, tenemos que tener mucho cuidado con eso también.”

Para luchar contra la trata de personas, la reforma de la Ley de Extranjería, impulsada por la Ley Orgánica 2/2009, introduce la posibilidad de que las mujeres inmigrantes puedan regularizar su situación si colaboran con las autoridades en la resolución del delito del que han sido víctimas. Pero al mismo tiempo se mantenía la posibilidad de abrir un expediente de expulsión por estancia irregular. Por lo tanto, denunciar estos casos sigue siendo lo opuesto de una opción real para las personas que se enfrentan a estas situaciones de explotación o esclavitud.

Además, Amnistía Internacional ha documentado experiencias de mujeres que han sido acusadas de instrumentalizar su condición de víctima para obtener una autorización de residencia. Un caso clásico de reversión de perpetrador y víctima.

Ana, que también llegó a España desde Nicaragua hace dos años, vive como su amiga Elena sin papeles en España y también tenía experiencias de llamadas de acoso sexual y de explotación en su trabajo como empleada doméstica.

Trabajando 15 horas al día como interna en una casa en Madrid, Ana recibía apenas para comer, no se le permitía ducharse cuando quería y cuando intentó hablar con su empleador para cambiar la situación, este le cerró la puerta. "Entramos en el trabajo sin saber con qué tipo de personas estamos tratando. Nosotros confiamos en darles nuestra documentación, porque entendemos que ellos desconfían. Pero quién nos garantiza a nosotros que ellos son personas de fiar? No tenemos ninguna garantía y nos toca trabajar así”, lamenta Ana.

Su empleador se negó a pagarle y, en busca de justicia, la joven de 27 años acudió a la policía para presentar una denuncia, a pesar de que no tenía papeles. Pero no la ayudaron. La respuesta que recibió fue que si había aceptado este trabajo, era su responsabilidad. Mientras tanto, Ana ha encontrado un nuevo trabajo como interna y se ha mudado de la capital. “Hay situaciones difíciles”, dice Ana sobre el nuevo lugar, “pero no hay maltrato”.

Según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado 2015, un 31% de las mujeres migrantes, y un 64% de las mujeres que han sufrido discriminación en España, la han padecido en el ámbito laboral. Para personas como Elena y Ana, la situación es aún más difícil porque temen por la tramitación de su permiso de residencia. “Me siento siempre a la escondida, porque no puedo andar libremente por la calle por el temor de que te pidan tus papeles y les tienes que decir que no tienes más que tu pasaporte”.

Sin embargo, no tiene por qué ser así, dice Elena. “Nosotras como personas sin papeles podríamos ser una ventaja para el país. Podríamos estar cotizando a la seguridad social y aportar a la sociedad. Pero como hay que esperar tres años para el arraigo, mucha gente trabaja en secreto. No porque quieran, sino porque tienen que hacerlo. Y tres años es mucho tiempo”.

Sobre todo al principio, cuando Elena estaba recién llegada, buscó ayuda en organizaciones diferentes: Cruz Roja, Cáritas y algunas otras la apoyaron, práctica y psicológicamente. “He logrado mucho gracias a la ayuda de ellos”, dice Elena, segura de seguir luchando. Para poder regularizar su estancia, ahora solo falta un año. “Soy una persona muy activa, ando por todos lados, ando por ONG, iglesias, cursos, y así me voy haciendo de amistades. Porque lo más importante en nuestra situación es hablar y compartir”, concluy

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