Nueva York también pasa hambre (05/03/2021).

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“Si es que soy un llorón”. La crítica con sabor a reproche rebrota en los labios de Pedro Rodríguez, un corpachón de 67 años, mientras su índice y su pulgar buscan sus ojos acuosos para enjuagar la mirada y recomponerse. La frase justifica el ahogo de su voz, pero no ahuyenta el recuerdo que le retuerce la garganta: los zapatos de aquel hombre asiático, perfectamente alineados ante la caja de cartón donde falleció de frío en la esquina de su edificio de Nueva York, en noviembre.

“Mi miedo era que algún día alguien muriera de hambre, pero aquel día me di cuenta de que también se podía morir de soledad y de abandono. Nadie debería morir así. Esa gente tenía una casa antes, no vivían en nuestra calle”, dice el colombiano mientras niega acompasadamente la cabeza.

Pedro lleva más de una década lidiando con el hambre en la ciudad más rica del mundo, anhelo transfronterizo mitificado por la industria hollywoodiense, pero nada comparable con lo que vive en su oficina, situada en la avenida Roosevelt de Flushing, desde que comenzó la pandemia. Las kilométricas colas del hambre se han normalizado en el distrito multicultural donde conviven 2,2 millones de personas, de las cuales el 28% son latinas, el 27% asiáticas y el 20% afroamericanos: el 47,2% del total son migrantes, muchos de ellos sin papeles empleados en la hostelería que “han pasado de alimentar a los demás a morir de hambre». «Estimulaban la economía local pero se quedaron sin ayudas económicas durante la pandemia”, lamenta Pedro. 

Eso les condenó a depender de la ayuda de los demás. Para comprender lo acuciante que es el hambre en Queens solo hay que ver las cifras. Rodríguez se inició en la solidaridad hace 13 años con un banco de comida destinado a alimentar semanalmente a 25 familias de jornaleros, muchachos jóvenes que deambulaban por su barrio en busca de trabajo: de ahí que bautizase a su ONG La Jornada. “Cada año, la demanda crecía en unas 100 o 200 familias y en 2019 se llegó a las 1.000. Pensamos que era nuestro tope, pero entonces llegó la pandemia”. Y las mil se multiplicaron por 10.

Hoy en día, 60.000 personas, de las cuales 11.000 son menores de 18 años, dependen de La Jornada y de sus 400 voluntarios para sobrevivir. El hambre se ceba con la urbe en estos tiempos de pandemia, en los que la COVID-19 se ha cobrado medio millón de vidas en EEUU. Solo en Nueva York, hogar de 3.1 millones de migrantes que suponen un 38% de la población total y un 45% de su fuerza laboral, los barrios con más comunidad extranjera como Queens, Brooklyn o el Bronx padecen la crisis derivada de la pandemia con más fuerza.

En diciembre, los datos del Household Pulse Survey resultaron reveladores: uno de cada ocho norteamericanos (26 millones de personas) admitía no tener suficiente comida para alimentarse. La organización Feeding America elevaba la cifra a uno de cada seis, lo cual implica un total de 35 millones. Un estudio equivalente realizado en 2014, después de la gran recesión de 2007-2009, situaba esa cifra en 17 millones de norteamericanos, menos de la mitad de la cifra actual.

El factor racial tiene un fuerte impacto en el hambre, como en el resto de esferas. Uno de cada cinco adultos negros y latinos con hijos a su cargo admitían en verano no tener sufuciente comida, el doble de lo que ocurría en los hogares blancos y asiáticos. La economía norteamericana se ha contraído un 3,5% a causa de la pandemia, una cifra que no se registraba desde 1946, tras la II Guerra Mundial. La inseguridad alimentaria se dobló en el país durante la pandemia hasta llegar a los máximos registrados desde que se comenzó a estudiar el fenómeno, en 1998.

No solo ocurre en Nueva York: en Leesburg, Virginia, la asociación Loudoun Hunger Relief distribuye un millar de comidas a la semana, un incremento del 225% respecto a antes de la pandemia. En San Francisco, el Marin Food Bank sirve el doble de lo que hacía antes de la COVID: 60.000 hogares dependen de su distribución para alimentarse. Feeding America, una de las mayores organizaciones que luchan contra el hambre en el país, distribuyó entre marzo y octubre de 2020 4.200 millones de raciones de comida y registró un aumento de 60% en la demanda de los bancos de alimentos. Cuatro de cada 10 asistentes acudían a las colas por primera vez en sus vidas.

En Nueva York, a municipios como Queens le crecen los males. Nunca fue, precisamente, un lugar pudiente: en noviembre de 2019, la dificultad alimentaria afectaba al 50% de los hogares de vecindarios como Jackson Heights, Elmhurst y Corona según el estudio Poverty Tracker, elaborado por la ONG Robin Hood. La pobreza, el hacinamiento y el enorme número de migrantes en cuestionables condiciones laborales lo convertía en un caldo de cultivo perfecto para la emergencia sanitaria. 

Ya en la primera oleada de la pandemia se convirtió en epicentro de la COVID-19 en Nueva York, como recuerda Francisco Moya, concejal del distrito 21. De origen ecuatoriano, nació y trabajó como gerente en el Hospital de Elmhurst, el foco de la pandemia que arrojó imágenes espeluznantes el pasado marzo, cuando se vió obligado a alquilar un camión frigorífico para acumular los cadáveres, dado que su morgue se había saturado. “El distrito al que represento es el más diverso de todo el país. Se hablan 172 idiomas, hay más de 200 nacionalidades en apenas tres vecindarios, la mayoría son inmigrantes empleados en el sector servicios, y como en cualquier vecindario inmigrante, hay una congestión de hogares multigeneracionales, lo cual implica que cualquier trabajador que se contagie del virus puede transmitirlo a toda la familia”, explica desde su oficina. 

La opción era morir infectado o morir de hambre, dado que la mayoría de migrantes vive al día, casi sin ahorros. A Pedro Rodríguez, en la avenida Roosevelt, la pandemia le cerró de facto la ONG. “El 13 de marzo de 2020, justo cuando se decretó el confinamiento de la ciudad, estábamos mudándonos a estas instalaciones. Aquel día perdí a todos mis voluntarios, 60 personas, porque tenían más de 65 años y eran población de riesgo. Me puse a redactar los papeles para anunciar el cierre, pero la gente seguía llegando en busca de comida. Una señora con su hija, de ojos enormes, me vino a ver y me dijo que llevaban tres días sin comer y aquellos ojos, que aún recuerdo como si fuera hoy, me conmocionaron. Me di cuenta de que nuestra comunidad nos necesitaba más que nunca, y salí a buscar personas para repartir. Encontré a algunos muchachos jóvenes que buscaban trabajo y les pedí que me echaran una mano para descargar camiones a cambio de un poco de comida. Y ese día, el otro mito que se derrumbó fue que los jóvenes no querían ayudar. Hace pocos años se decía que los millennials solo pensaban en sí mismos, pero mira a tu alrededor: son los millenials quienes alimentan a la ciudad de Nueva York”.

Los voluntarios comenzaron, precisamente, siendo receptores de comida en las colas del hambre como Esther, de 67 años, enguatada y enmascarada desde primera hora para empaquetar comida fresca. “Antes trabajaba con niños con necesidades especiales. Perdí a mi marido después de 27 años juntos, y se me cayó el mundo encima. Me costaba pagar las facturas, y terminé haciendo cola para recoger comida, hasta que comprendí que trabajar aquí me podía salvar la vida, y no solo el estómago. Aquí lidio con decenas de personas, y cada uno es único, cada uno me aporta algo distinto. Aprendo algo cada día”, explica sonriente.

En agradecimiento, y como muestra de solidaridad, se vuelcan con un empeño titánico: hay voluntarios de 14 años y también de 80. La más veterana es una enfermera china jubilada de más de 90 que rechaza delegar trabajo. Entre todos descargan palets y camiones, lavan y distribuyen fruta y verdura, organizan bolsas con todo lo imprescindible, llenan contenedores de paquetes de comida y los arrastran hasta el exterior donde cada día, entre las 8 y las 3 de la tarde, miles de personas acuden para recoger alimentos que les permitan subsistir. En el caso de las parejas con un solo hijo, la ayuda puede durar una semana pero cuando aumenta el número de vástagos, se termina antes del quinto día. 

La Jornada se ha visto obligada a adaptarse a la emergencia a toda velocidad. “Durante la pandemia, el primer día que abrimos esperábamos un máximo de 1.000 familias. A las 06.00 de la mañana del sábado llegué y me encontré con la policía en la puerta del local. Pensé que habían matado a alguien. Era un capitán y me dijo que había una cola de casi 30 cuadras (entre tres y cuatro kilómetros) y que, si lo deseaba, podía llamar a la Guardia Nacional para asegurar el reparto de comida. No lo podía creer”, recuerda Pedro.

“Me puse a caminar siguiendo la cola, y cuatro cuadras más allá me eché a llorar y regresé, porque no teníamos comida para todos”. Tras venirse abajo, se concentró en resolver. “La televisión apareció por aquí y al día siguiente me fui a Manhattan, para solicitar entrevistas con todo el mundo. ¿Cómo es posible que cientos, miles de personas no hayan comido en varios días en la ciudad más rica del mundo?, les preguntaba. Salvo Donald Trump, todos reaccionaron ante la emergencia y todos me contestaron dándome comida”.

Los almacenes se los llenan organizaciones como Food Bank For New York City, City Harvest y United Way pero también empresas particulares cuyos camiones pueden llegar en el momento más inesperado. Para evitar contagios por COVID-19, La Jornada ha establecido turnos según el día. Los mayores de 65 años solo acuden los viernes, y el resto de la semana se reparte entre diferentes necesidades. Los receptores se registran con antelación para no colapsar los accesos, aunque eso no impide que muchos lleguen sin avisar y con la misma necesidad que el resto. “Si podemos, nadie se queda sin comida”, explica Pedro. Cuando sobran bolsas, sus voluntarios se las llevan a casa, dado que la mayoría está en el paro y solo puede alimentar a los suyos gracias a La Jornada.

En otros barrios de la ciudad, donde la situación no es tan extrema, es posible ver neveras en la calle con un cartel escrito a mano que reza: “Sírvete si lo necesitas”, muestra del civismo de los vecinos. En algunos colegios, los padres más privilegiados han comprado lavadoras y secadoras para que las familias que no tienen para la factura de la luz puedan usarlas. Las costosas facturas son, precisamente, la causa que llevan a muchos a las interminables colas del hambre. “Perdí mi trabajo en marzo pasado, y no tengo nada que comer. Vivo con mi mujer y sin esta ayuda no podríamos alimentarnos”, explica Fang, un chino de la ciudad de Suzhou. “Nunca pensé que podría vivir así en Nueva York”, dice negando con la cabeza.

Lo mismo le ocurre a Ling, natural de Hong Kong, establecida en Nueva York desde hace 10 años. “Jamás me faltó trabajo, ni había tenido problemas para pagar el alquiler, ni en mi peor pesadilla podría haber imaginado esta situación.”, explica esta camarera a la que despidieron, junto a cinco compañeros, al principio de la pandemia. Ling bendice a la voluntaria que le entrega una bolsa de comida, llamada Tatiana Pozo.“Yo trabajaba limpiando en clínicas médicas y lo tuve que dejar por la COVID. Mi esposo también perdió el trabajo durante tres meses y nos vinimos acá con la niña para pedir ayuda, nos pusimos a la fila. Hacía mucho frío, pero lo que más me afectaba era ver toda esta necesidad. Así que entré en la oficina para hablar con don Pedro por si podía ayudar y me quedé. Pero ya no es por llevar el plato de comida a mi casa, sino porque hallé por fin mi vocación al ayudar a los demás”, dice la mujer de origen colombiano.

Desde entonces dedica todas sus energías a la organización, aunque le reporta un dolor anímico constante. “El 24 de diciembre salimos a distribuir mochilas a los indigentes. Ese día no fue Navidad. Vi a mucha gente en la calle, gente que había perdido su trabajo, no porque estuviera alcoholizada sino porque no tenía más ahorros, y se me vino el mundo encima”, dice Tatiana. “Hay veces que se me escapan las lágrimas viendo a la gente tantas horas esperando en las colas, es trágico ver la necesidad que hay. Hambre hay en todos lados, y si los gobernantes no hacen nada, tendremos que hacerlo nosotros”.

Como el resto de voluntarios, Tatiana trabaja protegida por guantes y mascarilla. Se toman la temperatura cada día y esta queda anotada en un registro central. También se hacen PCR rutinarias para excluir contagios. Ellos saben que no es ninguna broma: Queens resultó tan afectado por la pandemia que concentró el 32% de los casos de todo Nueva York en la primera oleada: en la segunda, Staten Island y Bronx superaron con creces el número de contagios y, por tanto, su impacto, pero el distrito 11335 de Queens vuelve a estar a la cabeza de las infecciones.

Morían por tener menos oportunidades económicas –el concejal Francisco Moya recuerda que muchos sin papeles no se atrevían a pisar el hospital por miedo a ser deportados “a pesar de que los centros médicos son considerados santuarios”– y seguirán muriendo si comienza una tercera oleada en Estados Unidos. “No sé si podremos aguantar una tercera ola acá”, explica Moya, uno de los responsables municipales que gestionó los entierros colectivos en fosas comunes excavadas en Hart Island, entre el Bronx y Queens, donde Nueva York entierra desde hace décadas a sus indocumentados.

“Muchos de los negocios que intentaban sobrevivir no podrán reabrir y son los que emplean localmente. Si hay que parar de nuevo la economía, se quebrará la ciudad y no solo en términos económicos o sanitarios, también se resentirá la salud mental de los vecinos. Solo la vacunación ayudará, pero no se espera que estemos vacunados hasta el verano: solo entonces los negocios podrán reabrir y los trabajadores podrán regresar a sus puestos, así como los turistas, que producen el 50% de la economía neoyorquina”. 

Mientras, solo queda aliviar la situación. El concejal, cuyo equipo selecciona ropa de abrigo donadas por los vecinos en bolsas para el siguiente reparto, dedica las mañanas de los sábados a distribuir prendas y comida entre los más necesitados. “Antes de la pandemia, dábamos ayuda a cinco o seis bancos de comida del distrito, pero en abril y mayo comenzamos a ver colas de hasta cuatro horas. En el verano, las colas empezaban la noche anterior: eso nos llevó a multiplicar las ayudas”, explica Moya.

Una de las iniciativas consistió en contratar a varios restaurantes para que preparasen tres comidas calientes por día, con el objetivo de revitalizar la economía hostelera. La más significativa fue pactar ayudas de 25 millones de dólares adicionales para reforzar los bancos de comida. Las mencionadas no son las únicas colas que pueden verse en Queens, un distrito de 2,2 millones de personas donde la pobreza, representada por indigentes viviendo en sus casas de cartón, resulta una bofetada habitual en las calles. Unos metros más allá, una pareja asiática pregunta para qué es esta cola, y se marcha espantada.

“Es demasiado larga, es mejor intentar sumarse a la de ropa, unas calles más allá”, dicen antes de encaminar los pasos a la esquina donde comienza una serpenteante sucesión de personas, bebés y ancianos incluidos, que esperan poder obtener algo de ropa usada de abrigo distribuida por la ONG Asian Americans for Equality: a cada usuario se le permite llenar dos bolsas de ropa durante 15 minutos, siempre que lleve máscara y emplee gel hidroalcohólico. En la cola, una mujer arrastra un carrito metálico donde dormita una niña de pocos años de edad.

Las derivaciones de la pandemia son espeluznantes, y una de ellas se materializa en aquella imagen de los zapatos perfectamente alineados frente a la caja de cartón que cobijaba el desconocido cuya muerte tanto impactó al responsable de La Jornada. “Antes de la pandemia había algunos vagabundos, casi siempre alcoholizados, viviendo en los parques. Ahora hay campamentos improvisados de gente que no tiene donde vivir. Adultos de cualquier edad, hombres y mujeres… Por cada uno que veía antes, ahora hay 10 o 20. Y son gente que tenía para comer, donde dormir y un trabajo. Cuando nos confinaron, se quedaron tres meses sin sueldo, así que muchos no pudieron pagar las facturas y terminaron en las calles”.

La muerte del hombre asiático a quien jamás había visto en el barrio le llevó a tomar una determinación: poner en marcha un programa específico para vagabundos, que les permite distribuir semanalmente comida, agua y mochilas con productos de aseo, sábanas y mantas. “Ya hemos entregado 300 en un mes, y la cifra va a aumentar”. La Jornada se reinventa cada día a medida que se transforman las necesidades. Con la pandemia, de tener un solo centro ha pasado a 10 despensas de alimentos en todo Queens y a 20 puntos de distribución donde siempre hay una cola de hambrientos: cinco de ellos fueron abiertos el pasado mes de enero.

Uno de los voluntarios, Luis Gaguancela, ecuatoriano de 46 años, regenta el centro de Woodside, donde unas 200 familias esperaban bajo las gélidas temperaturas las bolsas de comida correspondiente. “Yo mismo comencé acudiendo a la cola del hambre junto a mi hermana. Me molestó que la gente no aguardase su turno, y decidí salir de la cola para impedirlo, poniendo orden. Cuando llegó nuestro turno y recogimos la comida, un voluntario me pidió que me quedara un poco más”.

Tenía experiencia ayudando a su congregación religiosa a repartir comida a domicilio durante la pandemia, y fue lo más natural asentir. Ahora reparte entre miércoles y domingos en 20 puntos distintos de Queens y también ayuda a Rodríguez con la logística, incluido el centro de pruebas COVID que han habilitado, en forma de carpa, frente a la despensa de Woodside para que cualquiera que lo necesite pueda hacerse una prueba gratuíta, aunque no tenga papeles. Pedro confía en que la solidaridad siga ayudándoles a alimentar a los más negados de Nueva York.

“El peor sufrimiento del año pasado llegó cuando Donald Trump decidió jugar con las vidas de la gente. Los contratos para suministrar alimentos a los bancos deben ser renovados cada 60 días, pero tras su derrota electoral decidió dejar de gastar los fondos, haciendo que la gente pasara hambre. Coincidió con Navidad y Año Nuevo. En noviembre, también nos quedamos sin comida: hicimos un llamamiento y el resto de bancos de alimentos de Nueva York enviaron camiones y camiones, sin decirnos nada…  Y no solo ellos: llegó una decena de camiones fletados por judíos, por hindúes, por árabes… Gracias a ellos sobrevivimos dos semanas. Toda la comida que llegó salvó vidas”, reflexiona antes de perderse entre contenedores. 

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