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La desigualdad que nunca termina (21/07/2021).

Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, aseguró hace apenas unas semanas que “de desigualdad no se muere nadie”, no parecían faltarle motivos. De algún modo la líder regional tenía que justificar –en la fundación Rafael del Pino, ligada a la segunda familia más rica del país– que Madrid sea la Comunidad Autónoma donde mayor distancia hay entre el 20% más acaudalado de la población y el 20% más pobre. Eso, en el cuarto Estado con mayor desigualdad de renta de la Unión Europea, no es poca cosa.  

No era la primera vez que la presidenta autonómica entra en laberintos discursivos que desembocan en un ataque frontal contra las políticas de redistribución. Pero en la presentación del nuevo libro de Daniel Lacalle, uno de esos gurús económicos del Partido Popular obsesionado con Laffer y su curva y que nunca ha escatimado saliva para afirmar que en España hay pocos ricos, Díaz Ayuso se movió como pez en el agua a la hora de defender las bondades que ofrece la desigualdad extrema:  emprendimiento, prosperidad o, incluso, fortalecimiento de los servicios públicos.

Entre tanta catarsis, Ayuso tuvo tiempo de matizar sus palabras asegurando que, si existe una condición social de consecuencias mortales, esa es la pobreza. El primer problema para la presidenta regional es que la desigualdad, efectivamente, sí que acorta la vida. Según un estudio publicado este mismo mes de junio, una persona con estudios de primaria vive entre tres y cinco años menos que una persona con estudios superiores. En el caso de las grandes ciudades como Madrid, la probabilidad de fallecer por cerca de quince patologías es mucho más alta en los barrios pobres que en los acomodados. 

El segundo escollo para el discurso de la presidenta es que, lejos de las aflicciones que pueda generar el escaso número de millonarios, la realidad es que España es un país rico en el que existe de forma generalizada la pobreza. Así lo denunció Philip Alston, relator especial de la ONU, tras visitar nuestro país –incluida la CAM, donde viven un millón de pobres– durante varios días a comienzos de 2020. 

Alston abandonó España el 7 de febrero y no tuvo oportunidad de conocer las interminables colas del hambre ni las residencias de ancianos arrasadas por el virus, pero en sus conclusiones finales, diametralmente opuestas a las que suele construir el laboratorio neoliberal madrileño, el experto internacional ya alertaba sobre un país con unos “niveles escandalosamente altos de desigualdad”, en el que se beneficia de forma sistemática a los estratos más ricos de la sociedad y donde una parte importante de la población había quedado excluida de la recuperación de la crisis de 2008.

No es necesaria una investigación profunda para comprender el poco encaje que ofrece que la cuarta economía de la Unión Europea mantenga, incluso en los periodos de bonanza económica, a un cuarto de su población en situación de exclusión. Tampoco para deducir que hay poco de igualitario en que exista una capa de dos millones y medio trabajadores pobres mientras el PIB crece por encima del 2%.  

Para el turbocapitalismo madrileño, todas estas cifras solo ponen de manifiesto un problema de diagnóstico reducido –el desempleo– y de fácil solución –el crecimiento económico–. Entre indicadores de productividad y cifras de negocio, mientras tanto, se ocultan o desprecian hechos como que, entre 2008 y 2014, en lo peor de la crisis, el índice de pobreza se incrementó en 2,4 puntos. Desde ese momento, y a pesar de la aplaudida recuperación, apenas se ha reducido en 0,6 puntos –una cuarta parte–. Tampoco es habitual escuchar hablar sobre el creciente abuso que se hace de las guaridas fiscales o el desajuste cada vez mayor que se registra entre las rentas del capital y del trabajo.

Economistas como Gabriel Zucman, Branko Milanovic o Thomas Piketty llevan años insistiendo en el carácter estructural y resiliente de la desigualdad. Tras la larga lista de abstracciones macroeconómicas que se extienden por la ortodoxia académica, aseguran, se esconde un fenómeno inherente al propio capitalismo, de fuerte base política e ideológica, para el que las crisis actúan como catalizadores de los peores vicios y corrupciones del sistema, aunque rara vez como verdaderos puntos de inflexión. 

Según un estudio publicado por investigadores de la Paris School of Economics para el caso de España, el crecimiento de la desigualdad en nuestro país, además de un problema subestimado, ya era perceptible desde bastante antes del estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera de 2008. Aupados por las rentas del capital, el 1% más rico del país ha pasado de absorber el 11,6% de la cuota de ingresos nacional en 2003 a acaparar el 15,5% en 2014. Desde ese año y en adelante, precisa el informe, las personas más ricas han estado obteniendo más ingresos que el 50% más pobre.

Hoy, cuando queda poco para que se cumpla un año y medio de la explosión de la crisis sanitaria, y de la enésima tormenta económica, la realidad ha vuelto a poner al descubierto las raíces más persistentes de la desigualdad casi al mismo tiempo que se asiste al colapso de muchos de los dogmas más repetidos de los últimos meses.

Frente ‘al virus que nos iguala a todos’, los primeros acercamientos a los nuevos indicadores socioeconómicos elaborados por Oxfam señalaban que, en apenas nueve meses, las personas más pobres en nuestro país habrían perdido, proporcionalmente, hasta siete veces más renta que las más ricas. España, según la OIT, fue el país de la UE donde más aumentó la desigualdad salarial a lo largo de 2020. La última Encuesta de Condiciones de Vida del INE, por su parte, revela que el coronavirus ha provocado que el volumen de población que sufre carencias materiales severas haya crecido del 4,7% al 7%, elevando la cifra total a 3,3 millones.

“La covid-19 ha revelado falacias y falsedades, como el mito de que todos estamos en el mismo barco. Pues si bien todos flotamos en el mismo mar, está claro que algunos navegan en súper yates mientras otros se aferran a desechos flotantes”, dijo António Guterres, secretario general de la ONU, durante una conferencia el verano pasado. 

Guterres no hablaba sin conocimiento de causa. Por aquellas fechas, y al contrario de lo que había sucedido con las personas más desfavorecidas, la población más enriquecida del planeta ya había tenido tiempo de sobra para demostrar una formidable capacidad de resiliencia ante la crisis. En el mismo mes de agosto, las veinte personas más ricas del mundo, de los que el 80% son hombres, ya registraban un patrimonio 300.000 millones de euros más alto que antes de que estallase la pandemia. 

En el caso de España, el informe que Oxfam publica cada año con motivo del Foro de Davos señalaba que, tras el batacazo inicial provocado por el virus, a 31 de diciembre de 2020 los milmillonarios de nuestro país habían conseguido recuperar la mitad de lo perdido –unos 32.500 millones de dólares– durante las primeras semanas de la crisis sanitaria.

En esta economía abrupta de dos velocidades, pocos ejemplos son capaces de reflejar mejor hasta dónde puede escalar la asimetría como el de Amancio Ortega. En junio de 2020, la prensa económica aseguraba, con pesadumbre, que el magnate gallego era la fortuna mundial que más dinero había perdido debido a la pandemia, unos 11.200 millones de euros. Cuatro meses después, los nuevos cálculos sugerían que sus pérdidas se habían reducido a los 6.000 millones. Finalmente, en abril de este año la revista Forbes comunicó que, lejos de menguar, la fortuna del dueño mayoritario de Inditex ha terminado creciendo un 40% durante el funesto año de la pandemia, pasando de 55.100 millones a 77.000 millones, en este caso de dólares.

En el vasto océano de la riqueza, donde los grandes patrimonios viven sumergidos en la volatilidad del capital, de los flujos internacionales de dinero y de la especulación, poco importan las cifras concretas. De un día para otro, personas como Jeff Bezos son capaces de ganar 13.000 millones de dólares en un solo día. Las pérdidas, eso sí, rara vez no son compensadas con enormes crecimientos y ajustes financieros pocos meses después. Por algo, el número de millonarios no ha parado de crecer en los últimos años. 

El verdadero fondo de la cuestión, tal y como sugieren los economistas encuadrados en torno al World Inequality Lab, tiene que ver con las decisiones institucionales y gubernamentales que, desde hace cuatro décadas, están precipitando esta ingente acumulación de riqueza en pocas manos y favoreciendo la creciente desigualdad que inunda el mundo. 

La influencia política del dinero, como define Branko Milanovic, tiene mucho que ver con que hasta nueve países de la OCDE hayan abolido el impuesto de sucesiones desde los años 70, o con que apenas un 4% de lo que recaudan los Estados a nivel global provenga del impuesto al patrimonio. 

En su informe sobre España, Alstom recordaba, al igual que hacen Piketty y compañía, que la pobreza es, ante todo, una decisión política. En nuestro país, la configuración de las políticas públicas permite que cerca del 30% de las ayudas sociales que recibe la población en edad de trabajar vayan a parar al quintil más rico de la población, mientras que lo destinado a la población más pobre apenas ronda el 12%.

También es la normativa fiscal la que facilita que, gracias al amplio catálogo de exenciones, un 11,69% de la población que pertenece al grupo más rico nunca llegue a pagar el deteriorado impuesto sobre el patrimonio, dando como resultado que España sea uno de los países de Europa que menos redistribuye la riqueza después de impuestos.

Y mientras se anuncia el histórico acuerdo de la OCDE para establecer un tipo mínimo global del 15% para las multinacionales, también es pertinente recordar que ha sido la ortodoxia política y económica la que ha posibilitado que las grandes empresas, gracias a los ajustes contables y las deducciones fiscales, paguen de media un 5,11% de impuesto de sociedades, la mitad que las pymes. 

En un momento en el que la retórica del ascenso social se ha vuelto incapaz de compensar los niveles de desigualdad, como señala el filósofo Michael J. Sandel, la llegada de la pandemia y sus desastrosas consecuencias han parecido animar a instituciones y gobiernos a hacer las cosas de otra manera: menos austeridad, más mecanismos públicos de protección y una nueva política fiscal más redistributiva.

Las lecciones de la última crisis –cuando se prometió que todo cambiaría y nada lo hizo– invitan con fuerza a la prudencia, sobre todo cuando ya hay indicios de que, una vez más, el sistema ha tendido a rescatarse a sí mismo mediante gigantescos estímulos financieros.  

De momento, en España, la red construida en torno a los ERTE o el IMV pervive con algunos de los mantras más corrosivos del pasado: antes que subir el salario mínimo, aseguraba la vicepresidenta Nadia Calviño hace unos días, la prioridad del Gobierno –o una parte de él– pasa por el crecimiento económico y la creación de empleo. La última vez este plan solo benefició a unos pocos. 

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La escala de la desigualdad en España está basada en el trabajo de Matt Korostoff, que ha publicado el código original de One pixel wealth en Github.  

Enlace relacionado Ctxt.es (20/07/2021).

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