La desigualdad estructural lastra la vacunación en Estados Unidos (05/09/2021).

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Hace unos días tuvo lugar en Alabama un evento donde miles de votantes republicanos se congregaron para ver a su ídolo, Donald Trump, disertar sobre cuestiones políticas. En algún momento de la perorata, el ex presidente animó a sus seguidores a vacunarse, ante lo cual fue duramente abucheado y no tuvo más remedio que retractarse: “No pasa nada, ¡tenéis vuestras libertades!”, gritó, en un intento por calmar a las multitudes. Alabama, un estado conservador donde la tasa de vacunación es de las más bajas del país, está siendo golpeado por la COVID a un ritmo tan voraz que apenas quedan camas disponibles en las UCI. Cumple así todos los requisitos para favorecer una imagen del movimiento antivacunas que a menudo se alinea con lo que algunos medios señalan: mayoría blanca y republicana, en la llamada ‘América profunda’, habitada en buena medida por fanáticos del magnate televisivo. Sin embargo, esta información no deja de ser tan sesgada como hiriente contra una población –la no vacunada– que ni es tan homogénea, ni ha caído súbitamente en las garras del dogmatismo más oscuro, mucho menos en la imbecilidad. Existen razones de fondo para negarse a la inoculación y eso, justamente, es lo que no se está contando.

En primer lugar, hay que remontarse a una larga tradición de rechazo a las distintas instancias gubernamentales y desconfianza en sus representantes tanto como en el sistema sanitario. Recordemos que Trump hizo campaña en las dos últimas elecciones presidenciales presentándose como un outsider de Washington que iba a “limpiar la ciénaga”, es decir, a librar a los organismos públicos de políticos que son vistos como parásitos incapaces de favorecer cualquier mejora en las condiciones de vida de los más débiles. Aunque Biden se ha esforzado por reestablecer esa confianza perdida y, desde luego, Trump no cumplió sus promesas, la misma inquina contra el entramado institucional persiste en muchos colectivos. Por otra parte, un sistema de salud basado en el beneficio económico que –como ya expliqué en otra ocasión– mantiene a unos 30 millones de personas sin seguro médico, arruina incluso a quien está asegurado y cronifica enfermedades en pro del lucro de las farmacéuticas desata legítimas sospechas en bastante gente, por más que la vacuna sea gratuita (de lo cual algunos siguen dudando). Precisamente porque estos problemas son sistémicos y permean cada territorio, la población no vacunada es enormemente diversa. 

Además de un gran número de republicanos blancos, se sabe que es común la renuencia a inmunizarse entre los grupos negros y latinos. A las causas ya nombradas para este rechazo, se suman aquí otras que tienen que ver con el racismo estructural que ha caracterizado a la medicina estadounidense, además de las carencias propias de una sociedad con un estado del bienestar prácticamente inexistente: la falta de días libres o bajas por enfermedad reguladas, o la ausencia de guarderías públicas, hacen que mucha gente deba elegir entre alimentar a su familia, cuidar a los niños o recibir su dosis, junto a los posibles efectos secundarios. Más allá, se calcula que hay unos 11 millones de personas indocumentadas en Estados Unidos, las cuales han sufrido las mayores agresiones por parte de un sistema migratorio con policía propia, que los criminaliza y deporta a una frecuencia no alterada por la presidencia de Biden.

Es razonable argumentar que el miedo a posibles represalias por carecer de papeles impide a muchos acudir a los múltiples enclaves donde se suministran vacunas. En general, bajo la mayoría de estas circunstancias subyace una desasistencia abismal que atraviesa todos los engranajes de una desigualdad estructural normalizada, desde la falta de derechos laborales hasta la de transporte público, pasando por el abandono sanitario: no es raro encontrar a quien cuestiona ese regalo repentino de inmunidad contra la COVID cuando nunca se le garantizó el acceso a la insulina.

Así, hemos llegado a una situación donde las cifras de casos son similares a las de finales de enero, cuando apenas había vacunas disponibles, y las de hospitalizaciones y fallecidos también continúan al alza. Si bien estos números corresponden parcialmente al surgimiento de la variante Delta, más agresiva, también están íntimamente relacionados con esa historia de violencia institucional que mantiene a los mismos en una constante situación de vulnerabilidad y desencadena, lógicamente, una aversión contra cualquier campaña de salud pública. Por eso, me atrevería a decir, Estados Unidos no logrará nunca la inmunidad de grupo, no a base de inoculación como otros países; tal vez sí, con el tiempo, mediante la masificación del contagio y tras una cantidad ingente de muertes evitables.

Sirve de poco ser líderes en investigación y contar con los recursos económicos para proteger a la población, una vez, cuando históricamente esos recursos se han distribuido de manera tan inicua. No bastan los esfuerzos puntuales si previamente se ha instigado una sospecha generalizada en las instituciones, mediada por la desprotección más aberrante. Como cantaba hace poco una congregación religiosa negra de Philadelphia: “Únete a Jesús, no te fíes del gobierno”. Para muchos, la ayuda de Dios es la única seguridad palpable. 

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