Botellón, ni horror ni liberación (pero sí dedo que señala) (29/09/2021).

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Como el fantasma que recorre sitios, aquel del Manifiesto Comunista, pero este metiendo más miedo. Así, de tanto en tanto, un espectro aparece por la opinión publicada, que no siempre coincide con la pública. El fantasma del ocio sin pasar por caja, o pasando lo justito. En su forma más reconocible: el botellón. Los argumentos contra este varían poco con los años. Molestias, ruido, desorden, caos y un crescendo al que se le pueden añadir ingredientes extra en el menú como destrozos de mobiliario urbano, peleas o agresiones con, como hemos visto en esta última Mercè en Barcelona, heridas por arma blanca. 

Botellón es una palabra tramposa. Es vaga y reduccionista, porque desde fuera engloba a toda persona que esté dentro de ese círculo humano: puedes ser abstemio y estar, a ojos externos, participando de este aquelarre alcohólico contra el decoro. Es cómoda para establecer juicios morales: construye la masa, al otro, al ajeno, al bárbaro. Predispone a la única solución securitaria. El subtexto que envían las imágenes seleccionadas por los informativos es “¡observe indignado y aliviado porque afortunadamente usted no es así!”. Mediáticamente es rentable gracias a titulares parecidos a la enumeración de las diez plagas de Egipto.

En el lado voluntarista está la tentación de verlo como un acto transgresor. La pandemia ha bajado el listón. Aire, calle y trabajo parecen privilegios cuando son derechos. Y un botellón es, de por sí, poca afrenta al orden establecido. Se parece a un desafío al poder solo si nos conformamos con poco, teniendo más de secuestro lúdico y pasajero, por parte de un pequeño grupo, de lo que debería ser un espacio común. Al cuerno las lecturas generacionales, esas que meten en el mismo saco al hijo de un CEO con el de una limpiadora solo por haber nacido en el mismo año. En los botellones de la Mercè, y en muchos otros, estaban probablemente mezclados los jefes del mañana y sus futuros explotados.

Una pregunta interesante es si estaban, allí juntos, de fiesta. O sea, si podemos llamarle a eso fiesta. Si hacerlo ya es una derrota. Si, como ha desarrollado María Serrano en este hilo, llevamos años empantanados en definir el formato, la carcasa de la fiesta sin preguntarnos cómo no dejar morir su contenido y su aporte. Ese placer, como apunta, no era ni será prescindible y sí “un valor central para el mantenimiento de la empatía, la convivencia, la comunidad y la salud mental”. Un potencial con una carga explosiva a años luz del entreguista perrito chico de llamarle “fiesta” a cualquier día del santoral en el que simplemente no se trabaje.

Casi siempre la política es mucho más terrenal de lo que solemos pensar. Un banco para sentarse junto a otros, una sombra, baños públicos, una fuente con agua. Los botellones son también un dedo que señala a ciudades que han malvendido cada metro al lucro de empresas privadas. Si hasta se le llama plaza a alguna rotonda. Por no hablar de los centros comerciales -Plaza Río, Plaza Aluche, Arturo Soria Plaza o Albufera Plaza ya solo sin salir de Madrid- parapetados tras ese nombre. Privatizar el ocio es buen negocio para los gestores dedicados al saqueo de lo común: no hace necesaria inversión ni reparación de infraestructuras públicas. Desde esos despachos, un parque es un engorro y quién sabe cuántas terrazas de a 4 euros la cerveza menos.

Es curioso que pasen los años y el llamado fenómeno del botellón se enfoque como nuevo. La cosa tiene casi más años que un bosque. De hecho, cumpliría treinta este mismo octubre. Fue en otoño del 91 cuando la gobernadora civil de Cáceres adelantó el cierre de los bares a las 3:30. La expresión “hoy se lía” ha perdido ya sentido pero aquellas noches sí la tuvo. Hubo fuego, a la estatua de Hernán Cortés le colocaron una farola como espada y el edificio del Banco de España fue atacado. Dos empresarios, propietarios de los pubs Blues y Los Faunos, fueron detenidos como instigadores de los hechos, se lee en la crónica. Seguramente para ellos el desenlace no fue el esperado, pues quedó la costumbre de beber al aire libre en grandes grupos. 

Quedaría miope una mirada al botellón que solo lo interpretase como huida de precios caros. Tampoco una que se fijase especialmente en las redes sociales. Hace ya quince años de titulares como “Móviles e Internet difunden la convocatoria de un macrobotellón en varias ciudades”. El ruido fue tal que la ministra de Sanidad, Elena Salgado, salió, tal cual, a pedir a las familias que no dejasen ir a sus hijos menores a esos “atentados contra la salud”. Hay, eso sí, una notable diferencia desde 2006. “¿Van a salir los sevillanos en la tele y nosotros no?”, picaba un correo electrónico para alentar el botellón en Guadalajara. Hoy ya ninguno de estos chicos y chicas, y eso es bueno, necesita a Espejo Público.

Tampoco sería completo encarar la cosa borrachos de fantasía identitaria mediterránea que glorifique el mero hecho de estar en la calle como fin. Un botellón ha solido ser casi siempre un medio. Para conocer personas, para encontrar a las ya conocidas (fenómeno central en ciudades medianas y pequeñas), para ligar. Pensemos que la pandemia ha afectado duramente a nuestra posibilidad de descubrir a gente fuera de nuestros círculos más íntimos, fundamental para reforzar lazos colectivos que vayan más allá del refugio. También sería interesante saber cuántas respetables parejas de hoy en día se conocieron entre bolsas blancas, vasos de plástico y tapones con precinto roto.

He vivido demasiados como para saber que un botellón, prolongado durante horas, puede ser una experiencia aburrida. Se sorprenderían algunos politólogos de los mecanismos de negociación que se establecen allí a determinada hora. Siempre surgía un comando que presionaba para cambiar de hábitat. El hambre y la sed que se tiene de joven hace veinte años o ahora no varían con el tiempo, pero las condiciones estructurales que hacen posible saciarlas, sí. Los botellones eran la previa a un concierto o una manera de calentar y hacer tiempo hasta que los bares se llenaban. Luego llegaron los antidisturbios, las cámaras de videovigilancia, las restricciones a la música en directo, las estilizaciones de locales que subían los precios mucho más rápido que nuestros sueldos, las ordenanzas cívicas y, recientemente, la pandemia como forma de política cultural.

Para levantar el campamento hace falta un sitio al que ir. Algo que hacer. Seguramente también un horizonte vital, que podríamos resumir como laboral, afectivo y climático, ayude a no devenir seto. El fantasma del ocio sin pasar por caja se hace grande en un país con una patronal de la noche que de sombrío tiene tanto el nombre como el concepto. Una tierra con una poderosa cultura del alcohol, donde poner un bar ha sido una salida, a veces desesperada, para pequeñas economías. Mientras, a los moralistas que tratan a tantos chicos y chicas como insectos a la vez que aparentan entenderlo todo, queda cantarles aquella canción. Si los ubican tan hundidos, sumergidos en las profundidades de las aguas del civismo, entonces deberían saber que los bichos que hay en el mar ya no toman cañas ni con pincho. Que no va a funcionar simplemente montar un bar en el fondo del mar.

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