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«Los periodistas, también los progresistas, tenemos una gran responsabilidad en la derechización de la sociedad» (31/10/2021).

«La idea», nos cuenta Pedro Vallín de C3PO en la corte del rey Felipe, recién publicado por Arpa y montado a partir de artículos publicados por el autor durante diez años en La Vanguardia, «era hacer ABBA Gold, pero al seleccionar las piezas, decidimos quitarles la fecha para no obligar al lector a ponerse en el momento en que fueron escritas, y entonces vimos que el orden cronológico no tenía sentido. Pensamos en otra forma de organizar el libro, recuperamos alguna pieza inédita, escribí alguna nueva, refundí algunas viejas y al final lo que teníamos, en vez de ABBA Gold, era Mamma mia! Las canciones siguen ahí, pero el discurso es nuevo».

El segundo libro de este periodista de cincuenta años, asturiano de Colunga, es una crónica de crónicas, trufada de referencias pop, sobre —reza su subtítulo— «La guerra del Estado Profundo español contra la democracia liberal». Del excomisario José Manuel Villarejo a Pablo Iglesias, de Vox a Pedro Sánchez, de los fracasos de Albert Rivera e Íñigo Errejón a las guerras culturales… Un fresco del presente de un país en horas comprometidas.

A lo largo de todo el libro se muestra duro con el papel del periodismo en las peores cosas que han pasado en España en los últimos años. No lo dice así, pero viene a traslucirlo: el cuarto poder no es el periodismo, sino el Estado profundo, y el periodismo, cierto periodismo, es parte de él.

Señalo dos fenómenos para ganarme la antipatía de mis colegas. Uno es el periodismo cloaca, que no es el periodismo malo ni el fake news, sino aquel que tiene relaciones espurias, pagadas, con las cloacas del Estado: esos periodistas amigos/cómplices de [José Manuel] Villarejo a los que hemos visto, no ya pagar por dosieres, lo que ya es una praxis discutible, sino cobrar por publicarlos. Los nombres son bien conocidos y, durante unos meses, pareció que el juez [Manuel] García Castellón se los iba a llevar a todos por delante, porque aparecieron citados en sus autos y los escritos de la causa, pero finalmente no se ha atrevido a meterle mano a esto.

Pero señalo también un periodismo moderado o progresista que, satanizando a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias, convirtiendo sus ideas en radicalismo de izquierdas cuando en realidad se corresponden con una socialdemocracia suave –keynesianismo reciclado y, en términos de derechos civiles y políticos, liberalismo clásico–, ha contribuido mucho a la llegada de la ultraderecha al Congreso de los Diputados. 

En relación con esto, traza un correlato con la Francia de Vichy.

Se ve bien en La agonía de Francia, de Chaves Nogales: había fascistas antes de que llegaran los nazis, pero la tragedia francesa fue el comportamiento cómplice de aquellos sectores moderados que debieron ofrecer resistencia y no la ofrecieron. En 2015, hubo un resultado electoral que señaló a Pablo Iglesias y Pedro Sánchez como los llamados a liderar el Gobierno, pero ese Gobierno no se pudo formar hasta cuatro años después debido a una reacción sistémica que en su momento explicó Sánchez con todo detalle en el programa de Jordi Évole; un entramado que tenía que ver con el Estado Profundo y las élites económicas, que se volcó a subvertir la voluntad popular y en el que estaba metido, no solo el periodismo de derechas o conservador o reaccionario, sino también el progresista. Esa impugnación forzó una repetición electoral que arrojó el mismo resultado con pequeñas modulaciones. Y la reacción fue matar políticamente a Sánchez en Ferraz e intentarlo con Iglesias, algo que salió mal en los dos casos.

Llegamos a 2019 y la historia se repitió; la nueva reacción sistémica calcó la de 2015. Hubo que repetir las elecciones y solo al final, a la desesperada y con una jugada muy habilidosa del equipo de Sánchez capitaneado por Iván Redondo y del equipo de Iglesias, se consiguió formar un gobierno de coalición. Pero esos cuatro años de satanización desplazaron tanto el eje que, de repente, el nacionalcatolicismo predemocrático de Vox pasó a ser una especie de opción conservadora respetable. En esa tragedia, no solo los periodistas criminales, sino también los más o menos decentes, tenemos mucha responsabilidad. La diferencia entre unos y otros es un poco la misma que entre el Estado Profundo y la cloaca: la cloaca es una cosa metastática y el Estado Profundo es más bien un flujo de comportamiento estructura de la Administración; su parte burocrática y permanente.

Sostiene la tesis de que, históricamente, el español es un Estado exitoso mucho antes que un Estado democrático, y eso hace que la inercia absolutista de su desempeño sea mucho más fuerte que en otros lugares. En un momento dado, hace esta comparativa: Italia es una nación exitosa y un Estado fallido; España, una nación fallida y un Estado exitoso. 

Mi compañero, amigo y jefe Enric Juliana suele decir que el mundo político catalán tiene un aprendizaje deficiente del Estado, una falta de consciencia de en qué consiste el Estado, que contrasta con cómo, en cambio, el nacionalismo vasco siempre lo ha tenido muy claro. En una conversación, poco antes del Procés, entre políticos del PNV y de lo que entonces era Convergència, uno de los vascos hizo un apunte que cito en el libro, porque resume bien esto: en la Constitución española, Estado es lo sustantivo y social y democrático de derecho no son más que adjetivos.

El Estado español, efectivamente, se consolida pronto históricamente. En cambio, nuestra construcción nacional es deficiente: nunca ha sido hegemónica en la totalidad del territorio; siempre ha tenido que convivir con otras ideas nacionales exitosas, algo que no ocurre en Francia o Italia. La Liga Norte no es hegemónica en su territorio y, además, su sustancia es básicamente económica. Los milaneses que votan a la Liga nunca se han sentido menos italianos. En cualquier caso, que España no tenga una construcción nacional exitosa no necesariamente es un obstáculo para la viabilidad del Estado en sus actuales fronteras. Esa viabilidad tiene que ver con un convenio que no tiene por qué basarse en la existencia de una nación única. Sé que remo contracorriente: yo soy muy laico con respecto a las ideas nacionales e incluso a su parte más virtuosa, la comunidad cultural, y la gente sí elige bandera. Pero me parece oportuno hacer esta reflexión. Si la construcción nacional española hubiera salido bien en el siglo XIX, quizás nos hubiera ahorrado muchos quebraderos de cabeza. Pero no salió bien en ese siglo de plenitud del romanticismo nacionalista, e intentar hacer en el siglo XXI lo que no hiciste en el XIX es ridículo y conduce a la melancolía.

Menciona, como una anomalía española, el altísimo porcentaje de altos funcionarios del Estado que caracteriza a Vox, y que invita a ver en la ultraderecha española la expresión política de un Estado profundo que se siente amenazado, desde 2011, por procesos de desborde de los pactos del 78.

Los fenómenos de ultraderecha que se han ido construyendo en las sociedades desarrolladas europeas, e incluso en Estados Unidos, siempre han recogido el malhumor, la desazón, de los perdedores de la globalización, pero en España no. Aquí no hay, como por ejemplo en Francia, un líder de la tractorada o un pequeño comerciante al que las grandes superficies o la venta online le terminaron con el negocio; no hay precarios que no encuentran trabajo pese a su formación y acaban de camareros. Lo que hay son técnicos de comercio, abogados del Estado, jueces en excedencia, militares retirados…

La composición del grupo parlamentario de Vox revela muy claramente que el partido es una reacción del Estado que preexiste a la democracia contra dos fenómenos, el Procés y Podemos, que se entienden como agresivos contra el Estado cuando en realidad son síntomas de la caducidad de los pactos del setenta y ocho. Pactos que serían virtuosísimos en su momento, y han operado razonablemente durante treinta años, pero llega un momento en que hay que renovarlos. En España, parece que cuesta mucho entender que una de las claves de la democracia liberal es su condición perfectible. Vox reacciona contra esos síntomas y sobre todo contra el Procés, y no en vano tiene grandes dificultades para penetrar en territorios alejados de Madrid. Podrían haberse constituido como el gran partido de la España vaciada, tenían el caldo de cultivo para hacerlo, pero se convirtieron rápidamente en el partido de Núñez de Balboa, en el de la Little Caracas de Madrid.

Comenta también los problemas que, para el Régimen del 78, representó el fin de ETA en tanto que el Otro en oposición al cual construía su discurso. El fin del terrorismo coincide, no por casualidad según esta interpretación, con el inicio de las zozobras que han sacudido a esta Segunda Restauración en los últimos diez años. ETA era, dice Jorge Dioni, un contrafuerte del Régimen del 78, y sin ella se tambalea. Y aunque haya desaparecido, sucede eso que decía Pascal Bruckner sobre cómo el antisemitismo puede sobrevivir a la presencia efectiva de judíos en una sociedad, por vía de judaizar a determinados gentiles.

Es muy elocuente cómo el Código Penal ha ido ensanchando lo que se consideraba terrorismo según ha ido decayendo el terrorismo. Yo diría que es verde y con asas. Cuando una pelea en un bar de Altsasu se juzga en la Audiencia Nacional como terrorismo, es que efectivamente necesitas tener el fantoche vivo y operando. Una cosa patente del año 2000 para acá es la utilización de la sangre vertida por ETA como factor de adhesión política; algo que en tiempos de [José Luis Rodríguez] Zapatero fue particularmente miserable.

Hace unos meses, hubo un debate creo que en torno a una moción de Vox, en el que volvió a aparecer ETA, como aparece tres veces al mes en el pleno del Congreso. Hablaron Teresa Jiménez-Becerril, por el PP, habló [Francisco José] Alcaraz, el que fue presidente de la AVT, por Vox, y en un momento dado, [el ministro de interior, Fernando] Grande Marlaska, ofendido porque lo acusasen de cómplice de los terroristas, recordó que él también sufrió amenazas muy serias de ETA; que aquí víctimas somos muchísimos, que ETA no actuaba solo contra unos. Desde su escaño, con gestos, Alcaraz le dijo: «Yo, tres».

La aristocracia del dolor.

Yo estaba viendo aquello y no daba crédito: ¿la legitimidad de cada uno depende de cuántos cadáveres puede traer a la tribuna del Congreso? Dioni, que es el tío más listo de España, dice efectivamente que ETA era un gran reaseguro de la integridad territorial española. No solo de los consensos del 78 en general, sino particularmente de este. No es casualidad, creo yo, que el Procés, ese desafío a la integridad del Estado desde la Generalitat, se haya producido cuando ETA ya no operaba, y no antes.

Habla en el libro de la secesión de Madrid y eso tiene que ver con otro tema al que también alude: la revuelta de la España vaciada.

La Transición diseñó una estructura territorial basada en un invento llamado comunidades autónomas, con fronteras nuevas que no se correspondían con las regiones existentes y que tenían que ver con propósitos políticos muy evidentes: todo el mundo conoce cómo [Rodolfo] Martín Villa se opuso a que León y Asturias conformasen una misma comunidad, porque daba por hecho que, si se juntaba a todos los mineros en el mismo territorio, habría gobiernos del PCE a la vuelta de dos años. Pero, a la vez que se diseñaron diecisiete esferas políticas autónomas, se siguió trabajando intensamente en algo que empieza en el siglo XVIII, que es la condición radial del Estado en todas sus infraestructuras, tanto visibles como invisibles.

Sorber y soplar a la vez, dice en el libro.

Eso es. La descentralización se produce a la vez que Madrid, sobre todo desde el triunfo de [José María] Aznar, se convierte en una aspiradora de población y actividad económica. Esto, a la larga, solo puede crear disfuncionalidades. Una de ellas es que lo que era una treta electoral, mantener las circunscripciones provinciales como unidades electorales para, sobrerrepresentando zonas poco pobladas pero conservadoras, compensar un eventual giro del país a la izquierda, se ha convertido en un ariete de la insatisfacción de los territorios que han padecido esa aspiración madrileña. Aspiración que, desde que la derecha gobierna Madrid y practica el dumping fiscal, se ha potenciado.

Dos de las primeras medidas anunciadas por Isabel Díaz Ayuso al tomar posesión en junio fueron un blindaje legal del modelo fiscal madrileño, para que nadie pueda armonizarlo, y nuevas ventajas fiscales para empresarios que se trasladen desde otros puntos de España: todavía hay hambre de más. Se ha retrasado mucho el abordaje de un problema que en el final de siglo ya formaba parte de la conversación, que era la necesidad de federalizar el país, de armonizar esta contradicción entre descentralización política y centralización económica. Y en consecuencia, el modelo territorial, hoy, explota; es un circo de cinco pistas en el que se mezcla esa capacidad gravitacional de Madrid, las tensiones nacionalistas/independentistas en algunas autonomías y cómo la España interior fagocitada por el modelo radial —algo que la radialidad del AVE ha acelerado— encuentra en la circunscripción provincial una palanca de proyección política de su insatisfacción.

Diserta en otra parte del libro sobre la llamada cultura de la cancelación. Dice que lo que hay detrás de ese clamor contra una supuesta muerte de la democracia es todo lo contrario: una democratización del debate gracias a las redes sociales que hace que determinados santones que antes pontificaban sin contestación, recibiendo una carta del director en contra todo lo más, sean puestos cotidianamente ante el espejo inmisericorde de su mediocridad, sus indignidades o sus sesgos.

Siempre hay víctimas inocentes en una revolución; es inevitable llevarse por delante a gente que no son los opresores. Y está pasando en este momento en que hay una revuelta de grupos que proclaman que ya no les basta con ser iguales sobre el papel, sino que han estado históricamente sojuzgados y eso tiene que acabarse, y que a veces generan daños colaterales que, de todas formas, puesto que no estamos hablando de un proceso violento, son daños reputacionales. Punto. Con esos daños colaterales se justifica una especie de contrarrevolución, que es la de todos estos señores mayores que lloran que ya no se puede decir nada, que no se le puede echar un piropo a una tía, etcétera. Pero hay que hacerse cargo del momento histórico y de la justicia de esa revuelta

A mí, como soy un gamberro en redes sociales, me han acusado de machista en un par de ocasiones por un par de tuits más o menos afortunados. Y yo no me considero machista, pero cuando me lo llaman, me callo, porque están en su derecho y en su momento histórico para hacerlo; para censurar todo aquello que consideran que es perpetuar un abuso. No considero que a todos los que dicen ser víctimas de la cultura de la cancelación sea justo lo que les ha ocurrido, pero la cuestión es que no me importa. Uno tiene que hacerse cargo de lo que dice y de su impacto, y si metes la pata y te llaman imbécil, te lo comes y ya está, no te pones a llorar que te linchan en las redes. No está mal, por otra parte, que te linchen en las redes en lugar de colgarte de un árbol, que es lo que significa linchar, ¿no? Hay mucho llorón. Y también hay todo ese victimismo intencional sobre el que hablaba Bruckner: la condición de víctima otorga autoridad moral y por lo tanto poder.

Y por lo tanto es codiciada.

Exacto, pero que un señor de setenta años que ha metido mano a lo que se le ponía a tiro, abusando de su poder y de ser un hombre blanco occidental, ahora se queje de que lo abuchean me parece que es tener mucha cara. Añado otra cosa: siempre se dice que en aquellos años eran las cosas de otra manera, pero yo tengo cincuenta, sé cómo se comportaba la gente a finales de los ochenta y principios de los noventa, sé cómo me comportaba yo, y a mí la mano floja y el abuso no me han parecido respetables desde los quince años que tenía en 1986. Se pinta el escenario de hace treinta años como si aquello fuera la Edad Media y existiera el derecho de pernada, y tampoco era así.

Al final del libro, hace una reflexión que se resume en esta frase que también compendia de algún modo su ideología; este liberalismo progresista que abandera: «El ciudadano de una democracia no nos debe explicaciones».

El neoliberalismo ha tergiversado tanto los principios del liberalismo que esto cuesta explicar esto: el liberalismo se basa en que los ciudadanos son adultos, soberanos y responsables. Responsables, es decir, no gente que se cuida de lo suyo y de nada más, como dice el neoliberalismo, sino, de hecho, todo lo contrario: para ser un ciudadano solidario, primero hay que ser un ciudadano responsable. Para querer a la gente, primero hay que quererse uno: en mi experiencia, la gente con problemas de autoestima no es la mejor para querer generosamente a los demás. Yo uso esa frase que comentas a propósito de las construcciones de identidad colectiva y de este debate tan loco que se ha montado en torno a ellas. Ahí soy un liberal clásico: esas construcciones me parecen intrusivas; un acto de violencia política.

En el libro menciono mi sorpresa la primera vez que me topé con una de estas encuestas sobre porcentajes de adhesión: ¿más vasco, más español, igual de vasco que español…? Me quedé mico, porque no tenía ni idea de qué respondería yo. ¿Soy de Colunga, de Asturias, español, europeo…? Pero, a la vez, me parecía terriblemente emancipatorio responder: «No tengo ni idea, y además no me voy a tomar la molestia de pensarlo, porque para construirme como ciudadano funcional de una democracia, no necesito resolver estas incógnitas, que para mí son irrelevantes». Me parece que la Ilustración iba de esto; que la construcción del bienestar colectivo va de convenios, de contrato social, no de identidades, y por lo tanto es mutable o contingente.

Enlace relacionado LaMarea.com (29/10/2021).

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