La conspiración se llama capitalismo (11/01/2022).

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Llevo un tiempo sumergido en varios canales y foros donde se critica la gestión política de la pandemia para tratar de entender lo que denuncian y lo que piden. No es fácil trazar un perfil único de quienes habitan en esos lares, pues allí se mezcla todo tipo de personajes con diferentes demandas, ideologías e intereses. A diferencia de otros países de Europa, en el Estado español, los movimientos negacionistas, antivacunas y conspiranoicos no han protagonizado manifestaciones especialmente numerosas ni violentas. Es más, como demuestran los datos, la mayoría de la población se ha vacunado. Esto no significa que todos compartamos todas las medidas adoptadas por las administraciones, que no dudemos de muchas cosas o que no seamos críticos con las autoridades ni escépticos con la industria farmacéutica. Como en todo, siempre hay matices y, tras días buceando por algunos foros y canales de Telegram y exponiendo en redes algunas de las barbaridades y de las amenazas que se vierten sin filtro, así como la infiltración de la extrema derecha en algunos de estos entornos, toca darle una vuelta al asunto.

Enfrentarse a una situación de estas características ha resultado algo inédito para todos, mandatarios y ciudadanía, y nos ha obligado a reflexionar sobre los límites de las medidas cuando estas entran en conflicto con algunos derechos fundamentales. Los políticos no han ayudado demasiado, ya que han usado la pandemia para reprocharse lo que conviniese en cada momento: desde la mala gestión a la deslealtad; desde responsabilizarse unos a otros de los muertos y de la falta de previsión hasta oponerse a todas y cada una de las medidas adoptadas según soplase el viento. Y demasiadas veces defendiendo una cosa y la contraria.

Desde el inicio de la pandemia y, sobre todo, a raíz de que se decretase el estado de alarma, fuimos muchos quienes alzamos la voz contra la escenificación belicosa de la situación, con militares patrullando las calles o uniformados acompañando a los mandatarios en las ruedas de prensa de retórica y estética marcial. También contra los abusos policiales contra quienes se saltaban el confinamiento entre aplausos de los conocidos como policías de balcón. Sin embargo, la mayoría nunca cuestionamos la existencia del virus ni la necesidad de adoptar medidas para controlar la pandemia. Esto no nos impide ser conscientes de que se han usado las medidas restrictivas y el miedo como herramientas de control social, aunque sea en un contexto especial donde la salud pública es (o debería ser) la prioridad, y a nivel psicológico, estas políticas tengan efectos psicosociales a largo plazo. No se puede negar que todo esto ha servido también para testear las tragaderas de la ciudadanía con la excepcionalidad.

Los movimientos sociales, la izquierda de calle, no ha estado al margen de la situación y ha tomado partido desde el principio, aunque algunos la acusen de no hacer nada al no verla volcada en las manifestaciones contra el pasaporte covid. Desde el primer momento, los colectivos de base reforzaron las redes de apoyo para ayudar a las personas más vulnerables, como expliqué en un artículo a mediados de marzo de 2020, cuando llevábamos pocos días confinados. Los colectivos de barrio empezaron a ofrecer todo tipo de apoyo: asesoramiento laboral contra los abusos empresariales, compras a las personas mayores y vulnerables que no podían salir de casa, e incluso una red de voluntarios de apoyo mutuo para organizar la solidaridad ante la avalancha de voluntarios. También parando desahucios, defendiendo la sanidad pública o exponiendo la vulnerabilidad de muchas personas a quienes el sistema todavía castigaba más en estas circunstancias: barrios empobrecidos sin luz, redadas racistas, personas migrantes encerradas en los CIE o deportadas, familias desahuciadas sin alternativa habitacional, o personas sin hogar viviendo a la intemperie mientras el resto permanecíamos confinadas en nuestras casas. En ninguno de estos casos, quienes hoy convocan contra el pasaporte covid o la vacunación se dejaron ver.

Mientras, la extrema derecha tan solo agitaba banderas, pedía la dimisión del Gobierno y proponía poner el himno de España a todo trapo desde el balcón. Pero también miraba de reojo a otros países, donde sus homólogos se metían de lleno en los grupos negacionistas cuando no lideraban las protestas pervirtiendo una vez más la palabra "libertad" para agitar las calles. Aquí, más allá de la ambigüedad que ha esgrimido Vox en este asunto, los grupos más radicales de extrema derecha han visto su oportunidad para colarse por esta brecha.

No hace falta ser un experto en extrema derecha para identificar sus mensajes en los principales canales negacionistas. En el canal de los organizadores de las manifestaciones en València, por ejemplo, se pueden ver vídeos de Bolsonaro, del partido ultraderechista alemán AfD, de líderes, ideólogos y partidos neonazis españoles, así como mensajes antisemitas, amenazas a políticos y personajes públicos o llamadas a la violencia, sin que nadie de los miles de seguidores del canal lo reproche. Dicen que no son ni de izquierdas ni de derechas y que en este ‘movimiento’ cabe todo el mundo. No hay duda, pues tampoco reciben reproches quienes en este mismo canal dicen que la vacuna está hecha de fetos humanos o quienes tratan de vender sus terapias mágicas entre tanto revuelo.

Advertir que existe esta infiltración de la ultraderecha en estos canales no es lo mismo que acusar a todos los escépticos y negacionistas de ser de extrema derecha. No lo son, es verdad, pero tampoco, al menos en València, les molesta que neonazis difundan su propaganda en sus canales, convoquen y se unan a sus manifestaciones. Los ultraderechistas, además, saben que este tipo de personajes y ambientes son fácilmente fagocitables, que la conspiranoia y la gente indignada y con escasa experiencia y formación política son un buen target, así que no es nada raro que inviertan tiempo y esfuerzo en pescar algo en este río, como bien documentó Al Descubierto en su web, mostrando todas las pruebas al respecto, y explicó también el periodista Nicolas Tomás en un artículo. El peligro viene cuando llevamos días exponiendo sus amenazas, coacciones y llamadas a la violencia, y aquí no pasa nada. Solo recordar que, en varios países, miembros de estos grupos (encuadrados en la extrema derecha) ya han protagonizado graves incidentes o incluso han sido detenidos cuando preparaban ataques violentos, como el asesinato del primer ministro de Sajonia. Nadie podrá decir que no avisamos.

Han pasado casi dos años desde que empezó todo y la situación ha cambiado notablemente. Los movimientos sociales no han dejado de trabajar y, mientras la derecha sigue con su tira y afloja con el Gobierno, y la ultraderecha extraparlamentaria trata de capitalizar el negacionismo, la izquierda sigue insistiendo en poner el foco en los servicios públicos, en la precariedad y en la falta de medidas que suplan los daños económicos, sociales y psicológicos de la pandemia. Estos dos años deberían haber servido para entender la importancia de tener unos servicios públicos de calidad, una protección efectiva de la clase trabajadora frente a los abusos, del derecho a la vivienda y poner sobre la mesa el debate sobre la liberalización de las patentes de las vacunas, entre muchas otras cosas. También sobre la intervención del Estado en asuntos tan básicos como el precio de los test y las mascarillas e incluso en el precio de la luz. Incluso la derecha usó estos temas para atacar al gobierno, comprando el marco de la izquierda de que ‘algo’ podía hacer el Estado ante esta subida desorbitada de los precios. Algunos no nos hemos cansado de repetirlo, y aquí es donde creemos que se debería hacer pedagogía desde la izquierda, ya que este terreno, este marco, es el que todos aquellos que no viven al margen de la mayoría (es decir, la clase trabajadora), entiende perfectamente.

Esto no implica dejar de ser críticos con la gestión política de la pandemia, insisto. Hay demasiados intereses en la toma de decisiones, muchas veces más económicos que de salud pública. Y todos, también quienes no negamos la existencia del virus, dudamos de la efectividad de muchas de las medidas restrictivas mientras se pauperizan los servicios públicos o se somete a los sanitarios a condiciones extenuantes por la falta de inversión, algo que a la larga acaba beneficiando al negocio privado de la sanidad. Son demasiadas aristas en este asunto que no se pueden obviar, pero que no van a encontrar respuesta en quienes bajo un gorrito de papel de plata y difundiendo propaganda nazi, tratan de hacernos creer que el problema es una conspiración y no el propio capitalismo, que, por cierto, nos necesita sanos y productivos para seguir funcionando.

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