Una década de la última gran huelga obrera (01/05/2022).

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Existió un momento, existió un lugar y existió un sector laboral en el que ser tildado de revientahuelgas, de esquirol o de chaquetero suponía la más grande de las deshonras. Un momento, un lugar y un sector laboral que paralizaba su actividad de manera indefinida cada vez que sentía el aliento de los reajustes resoplando en la nuca ennegrecida de los obreros. Que cortaba autovías y levantaba barricadas como quien sale a comprar el pan. Existió un momento que tenemos más reciente de lo que pensamos. Un lugar que son las cuencas mineras de este país. Y un sector, el de la minería del carbón, que no se amedrentó ni para plantarle cara a Franco en una movilización histórica desde abril hasta agosto de 1962. 

Este año y, más concretamente, esta primavera, se cumple una década desde que los mineros que quedaban en pie, los de las cuencas asturiana, llionesa y turolense, protagonizaron el que para muchos ha sido el último gran movimiento obrero de nuestra era. A partir del 30 de mayo del año 2012, los trabajadores de las minas, sus mujeres —que incluso llegaron a ser expulsadas del Congreso tras increpar a la bancada del PP— y el conjunto de pueblos de cada comarca se enfrentaron al entonces primer ejecutivo de Mariano Rajoy, con José Manuel Soria al frente del Ministerio de Industria, con el objetivo doble de salvar un modelo productivo abocado al cierre, por un lado, y de evitar la sangría demográfica de unos territorios que vivían del carbón, por el otro. 

A partir del 30 de mayo de 2012, los trabajadores de las minas  y el conjunto de pueblos de cada comarca se enfrentaron al ejecutivo de Mariano Rajoy con el objetivo doble de salvar un modelo productivo abocado al cierre y de evitar la sangría demográfica de unos territorios que vivían del carbón

La versión oficial de este golpe de gracia para desmantelar por completo las ya debilitadas cuencas mineras cabe buscarlo en Bruselas. La industria que a finales del siglo XIX y principios del XX revolucionó las economías de Asturias, León, Palencia, Teruel y Ciudad Real se situó, a mediados de los años 80, en el punto de mira de la Unión Europea. En 1993, a raíz de la aprobación de la Decisión 3632, a los Estados miembro se les empezaron a exigir medidas de reestructuración del carbón en pro de la competitividad y para adaptar la industria a las normas de protección del medio ambiente. Como respuesta, España aprobó tres planes específicos: uno de 1994 a 1997, otro de 1998 a 2005 y, el último, de 2006 a 2012, para amparar los ajustes en el sector. Finalmente, fue Europa la que sacó adelante en el año 2010, en medio de la última regulación española, la Decisión 787 que fijaba el plan de cierre de todas las minas no competitivas (así se consideraba el grueso de las explotaciones españolas). 

Cada plan tuvo su huelga y cada huelga consiguió arañar un paréntesis de margen a la caída definitiva del carbón. La marcha negra de 1992, las huelgas de 1994, 1997, 1998 y 1999, entre otras, e incluso la cruenta movilización de 2005 que le llegó a torcer el brazo al ministro del momento, el socialista José Montilla, son algunos ejemplos de un entramado laboral que siempre tuvo claro que solo existe una forma de conquistar derechos. “Yo trabajé un total de 25 años y, al tramitar la prejubilación, el administrativo me preguntó: Usted, ¿en cuántas empresas ha trabajado? Le respondí que en una. Entonces él me dijo que tenía más de 40 altas en mi informe de vida laboral. Hombre, pues claro, eso es de todas las huelgas en las que participé, que en cada una me daban de baja”, recuerda el minero y escritor llionés Juan Carlos Lorenzana, más conocido como Zana. 

La versión oficial de este golpe de gracia para desmantelar por completo las ya debilitadas cuencas mineras cabe buscarlo en Bruselas

En la minería, las huelgas eran tan cotidianas como el respeto al grisú. Si bien, cabe matizar, el sector iba perdiendo músculo a cada pequeña derrota. De los 70.000 mineros que, según cifró la BBC en un espacio informativo de la época, habían plantado cara a Franco en la “huelgona” del 62, la minería del carbón contaba con tan solo 3.400 empleados en el año 2012, de acuerdo con los datos del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. En palabras de Zana, “el 25% del PIB de Llión, en los años 90, dependía de la minería y entonces salíamos a la calle en marchas multitudinarias. En 2012, por desgracia, solo quedábamos cuatro gatos y el tambor, y Rajoy y Soria ya no nos tuvieron miedo”. 

Cada plan tuvo su huelga y cada huelga consiguió arañar un paréntesis de margen a la caída definitiva del carbón. La marcha negra de 1992, las huelgas de 1994, 1997, 1998 y 1999, entre otras, e incluso la cruenta movilización de 2005 que le llegó a torcer el brazo al ministro del momento, el socialista José Montilla

Otra versión no tan oficial

En una de las camisetas que lucieron los mineros en la marcha a Madrid a principios de julio del 2012 podía leerse: “Quieren acabar con todo”. Profecía que, de alguna manera, resultó más certera de lo que se apreciaba a simple vista. Porque el pulso entre los diferentes ejecutivos centrales y la minería nunca pudo considerarse como una disputa sin más, otra de las tantas que se desarrollan en un mercado laboral cada vez más agresivo. Cierto es que la potencia del sindicalismo minero español no podría equipararse, dictadura mediante, a la de otros países como Reino Unido, donde los obreros de las minas llegaron a provocar la caída del gobierno del conservador Edward Heath en 1974 y la consiguiente obsesión de Margaret Thatcher para acabar definitivamente con ellos. Pero tampoco cabe obviar que el fin de la minería en España acabó sugiriendo un escenario común yermo de luchas contundentes. 

De acuerdo con John Etherington, profesor del Departamento de Ciencia Política y Derecho Público de la Universitat Autònoma de Barcelona, el desmantelamiento de la minería británica y de la española se produce en contextos diferentes. Ahora bien, las características de sus militancias sí que encontrarían puntos en común: “La solidaridad minera es casi increíble porque empieza en la naturaleza propia del trabajo, en el sentido de que tu vida depende de la persona que tienes al lado. Las comunidades mineras, además, se asientan en zonas aisladas y toda su vida gira en torno al carbón, permitiendo que se articulen unos vínculos enormes”. Etherington coincide al señalar que las de la minería son las últimas grandes luchas obreras, ya que, pese a que la precariedad de la masa asalariada es cada vez más evidente, la organización tradicional del trabajo ya no existe. “Las condiciones de los trabajos actuales son muy diferentes y no hay potencialidad para crear un discurso de clase y una base sindical como la que conocimos antes del triunfo del neoliberalismo”, añade. 

“Al tramitar la prejubilación, el administrativo me preguntó: ¿En cuántas empresas ha trabajado? Le respondí que en una. Entonces él me dijo que tenía más de 40 altas en mi informe de vida laboral. Hombre, pues claro, eso es de todas las huelgas en las que participé”, recuerda el minero y escritor llionés Juan Carlos Lorenzana

En la misma línea, el autor británico Mark Fisher ya referenció en Realismo capitalista (Caja Negra, 2016) las huelgas mineras de los 80 en el Reino Unido como “un momento importante para el desarrollo del realismo capitalista, por lo menos tan significativo en su dimensión simbólica como en sus efectos prácticos”. El modelo neoliberal arrasó y, en efecto, de los barros de aquella famosa sentencia “No hay alternativa” de Margaret Thatcher, han llegado estos lodos. “Para la mayor parte de quienes tienen menos de veinte años en Europa y los Estados Unidos, la inexistencia de alternativas al capitalismo ya ni siquiera es un problema. El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable”, sentenció Fisher. 

Etherington coincide al señalar que las de la minería son las últimas grandes luchas obreras, ya que, pese a que la precariedad de la masa asalariada es cada vez más evidente, la organización tradicional del trabajo ya no existe

Qué fue de las cuencas

Los territorios mineros, en aquel 2012 y ya en anteriores ocasiones, lucharon por su pan, por seguir ganándose dignamente les perres, y también por sus pueblos. Joaquín Noé, minero prejubilado y alcalde de Ariño (Andorra-Sierra de Arcos, Teruel) desde 2007, era perfectamente consciente de que el fin de la minería solo serviría para seguir vaciando la España vaciada. Su comarca, así como la vecina Cuencas Mineras, sobrevivió mejor que otras al espolio poblacional de Teruel gracias a las explotaciones abiertas en municipios relativamente pequeños y gracias también a la actividad de la histórica central térmica de Andorra, cerrada el pasado 30 de junio de 2020. “Peleamos durante más de tres meses por algo que creímos que era real, por un futuro y por una transición justa que nunca llegaron. Lo hicimos sin cobrar, claro, sin ver un duro en más de 90 días, y confiando en que finalmente saldríamos adelante. Pero no fue así.”, recuerda. 

Ariño, que en los años 60 había llegado a tener más de 1.600 habitantes, ha perdido cerca de 300 en los últimos 15 años hasta llegar a los 685 actuales. Y eso que en su caso, las políticas de reconversión tuvieron bastante éxito. Un empresario con apego al pueblo impulsó una planta de abonos producidos a partir del carbón y los fondos de la minería financiaron un balneario que mantiene 50 puestos de trabajo fijos discontinuos que se prevén ampliar a 75 próximamente. Pero el caso de este municipio turolense, más que un triunfo de las medidas de tránsito hacia una economía sostenible, es una excepción. Cruzando la península hacia las cuencas del norte, los conocidos como fondos Miner de reconversión lo único que consiguieron fue generar una especie de efecto llamada de empresarios cazarrecompensas que sí que impulsaron su proyecto pero que, en cuanto se acabaron las ayudas, huyeron del territorio. 

Un caso especialmente sangrante fue el de la empresa de cartografía Venturo XXI, inaugurada a bombo y platillo en 2006 en el conceyu de Samartín del Rei Aurelio gracias a la inyección de 1,8 millones de euros, y que fue liquidada tan solo cuatro años después. “Aquí no hay nada —lamenta el también minero prejubilado Avelino Martínez— les mines tán cerraes y los fondos para la reconversión fueron a parar a empresarios que vinieron, cogieron el dinero y se largaron. Somos el paradigma de la desindustrialización en España”. De esta manera, el éxodo de población se acabó replicando también en Asturies. Mieres tenía más de 70.000 habitantes en la década de los 60, que quedaron en 51.400 en 1996, y que han menguado hasta los 37.000 actuales. Llangréu, otro de los polos poblacionales ligados a esta industria, ha experimentado una sangría similar pasando de los más de 66.000 habitantes de hace seis décadas a los 38.600 de ahora. 

De este abandono que no es más que un carpetazo a un territorio que no encajaba en Europa y que solo sabía de conflictividad, es donde el realismo capitalista se impuso para desclasar, para cuestionar el sindicalismo y, en definitiva, para dibujar el que tenía que ser el Sistema

Martínez trabajó en el emblemático pozu Maria Luisa, el mismo que aparece en el himno de Santa Bárbara en homenaje a todos los fallecidos en el accidente de 1949, y reconoce que, pese al carácter combativo del sector, abocarse a una movilización de larga durada nunca es fácil. “En el 2012 empezamos animados, sabiendo que había que apretar, apretar y apretar, pero cuando ves que vas a la huelga indefinida, con encierros en los pozos, cortes de carreteras, manifestaciones y sin cobrar un solo euro, te entra miedo, pues claro que te entra miedo”. Miedo y rabia, según cómo. Porque la faena de desmantelar una lucha obrera no se hace sola, hay que hacerla, y a lo largo de esos años los medios de comunicación en manos de grandes capitales no dudaron en aportar su granito de arena para deslegitimar las razones del conflicto. “La minería del carbón ha enterrado 24.000 millones de euros del contribuyente” (Libremercado, 5 de julio de 2012) o “Los fondos mineros y los múltiples incumplimientos” (El Comercio, 25 de septiembre de 2011) son solo algunos ejemplos del discurso que se encargó de señalar a las cuencas como las grandes derrochadoras de dinero público durante la primera década de este siglo. 

A partir de este punto, de este abandono que no es más que un carpetazo a un territorio que no encajaba en Europa y que solo sabía de conflictividad, es donde el realismo capitalista se impuso para desclasar, para cuestionar el sindicalismo y, en definitiva, para dibujar el que tenía que ser el Sistema, en mayúsculas, único e incuestionable. A partir de este punto, de esta derrota que pareció aislada pero que fue global, es desde donde ahora cabe ejercitar la memoria y redignificar un pasado de lucha y solidaridad para, en palabras del llionés Zana, “conseguir que la historia, por una vez, no la escriban ellos, los de siempre”. 

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