La libertad antes y después de la pandemia (04/05/2021).

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El confinamiento decretado a causa de la COVID-19 ha aumentado, como una lupa, realidades con las que ya convivía la población: precariedad, violencias, desigualdad… ¿Qué vendrá a partir de ahora? ¿Más vigilancia? ¿Más pobreza? ¿Más desinformación? ¿Qué entendemos, en definitiva, por libertad?

– No lo soporto.

– ¿Tú no lo soportas?

Este breve diálogo entre una mujer que va a visitar a su marido a la cárcel –un encierro al que la sociedad no ha solido prestar atención– puede ilustrar cómo el confinamiento no es siempre sinónimo de rejas. Quien dice que no lo soporta es una mujer con cuatro hijos que se las ve y se las desea para trabajar y cuidar de ellos sola, en una casa grande, en mitad del campo. Quien hace la pregunta es un hombre que apenas ve a sus hijos, que duerme en lo alto de una litera con la nariz pegada al techo. Los niños sufren en ambos lugares. La escena, en la sala de visitas de una prisión británica, pertenece a la película Everyday, cuyo director, Michael Winterbotton, transmite con una sencillez y belleza extraordinarias cómo las cárceles pueden ser también lugares abiertos

Esa es la cuestión de fondo que vertebra este especial. ¿Éramos libres antes de este confinamiento causado por una enfermedad llamada COVID-19? ¿Seremos menos libres después, cuando hayamos dejado la pandemia atrás, en la “nueva normalidad”? ¿Por qué de repente ha sido posible lo que durante tanto tiempo fue imposible, como la liberación de personas de los Centros de Internamiento de Extranjeros? Sí, los CIE. ¿Entendemos ahora un poco más qué significa vivir preso?  “No hay realidad humana y social más ignorada y menos estimada que el ámbito de la prisión […] La prisión es una metáfora de la vida que puede servir para transformarnos y hacer de ella un modelo de donación y servicio”, escribía José Miguel Martínez, doctor en Filosofía y voluntario en el Centro Penitenciario de Picassent (Valencia), en el diario Levante. 

¿Eran, son libres las personas que vivían y viven en la precariedad? ¿Las mujeres que han cuidado durante toda su vida a sus familiares? ¿Las mujeres maltratadas por sus parejas? ¿Los hombres y mujeres mayores encerrados en sus pisos porque no tienen ascensor? ¿Las trabajadoras esenciales como Laura? Laura se enteró en 2014 de que no tenía derecho a paro. Es limpiadora. La acababan de despedir de la casa donde llevaba trabajando varios años y pensaba que por fin iba a tener un “colchoncito” y tiempo para poder sacarse el graduado escolar. Tuvo que dejar el colegio pronto, obligada por su situación familiar. Media hora después de entrar en la oficina del paro, Laura salió con el téfono móvil en la oreja casi llorando: “¡Cariño, que no tengo derecho!”, le dijo a su marido.  

Laura continúa sin tener derecho a paro en 2020 porque los gobiernos, con tímidas mejoras, han prorrogado esta anomalía patriarcal hasta el momento. Tampoco el Consejo de Ministros, en las primeras medidas adoptadas tras la declaración del estado de alarma, pensó en ellas, mayoritariamente mujeres y muchas de ellas migrantes. Con el paso de los días, el Ejecutivo –que ha insistido desde el principio de la pandemia en que “nadie se va a quedar atrás”– aprobó un subsidio extraordinario.

Actualmente, Laura, tras pasar unos meses diagnosticada de depresión, está cobrando la ayuda familiar. A su marido lo despidieron justo antes del confinamiento. Tienen una niña pequeña. “¿Es fuerte, no?”, responde Laura al otro lado del teléfono. Están pagando una hipoteca. La situación de esta familia empeorará con esta crisis, pero su crisis ya existía antes del confinamiento. Su libertad, de alguna manera, era ya una no-libertad. Lo que está ocurriendo ahora es que un virus microscópico está ampliando estas realidades como una potente lupa.

En Dos días y una noche, una película belga dirigida por Luc y Jean-Pierre Dardenne, Marion Cotillard interpreta a Sandra, una mujer que acaba de superar una depresión y vuelve a su trabajo en una fábrica de paneles solares. Es 2014. No hay ningún virus recorriendo el mundo. El problema aquí es que el dueño de la empresa, en su ausencia, se ha ‘dado cuenta’ de que el trabajo que antes hacían 17 personas, lo pueden hacer 16, aunque eso suponga mayor carga y mayor número de horas. Así que, en el momento de la reincorporación de Sandra, el empresario deja la solución en manos de la propia plantilla. Serán los trabajadores y trabajadoras quienes decidan, en una votación, qué hará: o se quedan sin la paga extra y vuelve Sandra, o despide a Sandra y se quedan todos con la paga extra.

El trabajo para ella es vital. La paga extra para los demás es vital. Es un salario de mierda. Es una paga extra de mierda. Mil euros. Pero todos lo necesitan. Todos tienen sus razones. Mil euros de mierda. La gente todavía camina por las calles, las tiendas están llenas, el neoliberalismo sigue sonriendo mientras Sandra y sus compañeros de trabajo viven encerrados en su precariedad. Es 2014. El mismo año en el que Laura, en la vida real, se enteró de que no tenía derecho a paro no por no haber trabajado lo suficiente. Qué va. Sino por ser limpiadora.

Así llevan viviendo años las Lauras, las Sandras y tantas otras personas antes de este confinamiento impuesto por un virus. Muchas salen a la calle estos días a trabajar, a sostener el mundo encerradas en su propio mundo. De eso mismo ya nos hablaba Isaac Rosa en La mano invisible, adaptada por David Macián al cine: ¿Por qué trabajamos? ¿Para qué sirve lo que producimos? ¿Para quién trabajamos realmente? ¿Qué nos aporta el trabajo? ¿Nos hace ser mejores personas? Escribía Walt Whitman, poeta de la libertad por antonomasia, en su Canto a las ocupaciones de Hojas de Hierba: “¿Eres tú quien se tiene por menos? ¿Eres tú quien se cree menos que el presidente? ¿O que los ricos son mejores que tú? ¿O que los sabios son más cultos que tú?”. Qué es, por tanto, ser libre. Qué entendemos por libertad, esa palabra que ahora miramos de frente y que posiblemente adquirió nuevos significados cuando el Gobierno decretó a mediados de marzo el estado de alarma, tanto para los que pisan la calle como para los que viven entre rejas. 

Las imágenes de la fosa en Hart Island con muertos por coronavirus traen a la mente otra isla de Nueva York, la antigua isla de Blackwell. A finales del siglo XIX, la periodista Nellie Bly se hizo pasar por interna en un centro psiquiátrico, ubicado en aquel lugar, para denunciar las condiciones en las que vivían las mujeres que permanecían allí encerradas. “He visto a pacientes quedarse de pie mirando hacia la ciudad que con toda probabilidad nunca volverán a pisar. Significa la libertad y la vida; parece tan cercana… y sin embargo, no está el cielo más lejos del infierno. ¿Suspiran las mujeres por su hogar? Excepto en los casos más violentos, son conscientes de que están confinadas en un manicomio”, escribió en Diez días en un maniconio, la obra en la que recogió su investigación periodística para The New York World. El único deseo –decía Bly– que allí dentro nunca muere es el de la libertad.

Este artículo pertenece al dossier sobre libertad publicado en #LaMarea76.

Enlace relacionado LaMarea.com 03/05/2021.