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Estado de alarma y alarma de Estado. Incertidumbres para después del 9M (09/05/2021).

El Gobierno ha diseñado un procedimiento con el que mantener determinadas restricciones. Estamos en presencia de un subterfugio para eludir una exigencia constitucional: la suspensión de derechos como el de reunión requiere autorización parlamentaria.

El Gobierno ha tomado la decisión de no prorrogar el estado de alarma más allá del 9 de mayo. Es una decisión política legítima: el estado de alarma es una situación excepcional, y el sólo hecho de que de él resulten algunas ventajas no es suficiente para justificar su prolongación. Lo que es menos comprensible es que haya diseñado un procedimiento para mantener determinadas restricciones de derechos fundamentales cuyo significado último es el siguiente: la autorización o ratificación parlamentaria, necesaria para el estado de alarma, se sustituye por la autorización o ratificación judicial. Se abandona la política, y se acude a los tribunales. Se puede decir de otro modo: la política ha fracasado, que vengan los jueces.

Nunca una suspensión general de derechos fundamentales sin autorización del parlamento

No hay ningún inconveniente en que una Comunidad Autónoma regule aforos y restrinja horarios de establecimientos abiertos al público por razones sanitarias, ni que esas medidas sean controladas por los tribunales. Pero la vicepresidenta Calvo ha sugerido en alguna intervención que los confinamientos provinciales y autonómicos, e incluso el toque de queda, también podrían quedar amparados con disposiciones dictadas por los gobiernos autonómicos y refrendadas por los tribunales superiores de justicia, con un último control por el Tribunal Supremo, y que, por tanto, para su mantenimiento –si fuera necesario– no es precisa la prórroga del estado de alarma.

No soy experto en la materia contencioso-administrativa, pero tengo la impresión de que estamos en presencia de un subterfugio para eludir una exigencia constitucional de primera importancia: la suspensión generalizada, o para una población indiscriminada, de derechos fundamentales como el de reunión o de libertad de deambulación, requiere autorización parlamentaria, y justamente eso es el estado de alarma. Por supuesto ha de estar también sujeta a control por el Tribunal Constitucional, a través de sus cauces ordinarios; pero requisito imprescindible es, por un lado, una decisión (política) del Gobierno, y por otro un refrendo (político) en un plazo no superior a quince días por el Congreso. No es una mera cuestión de procedimiento: es que la Constitución no permite que se suspendan derechos fundamentales sin decisión parlamentaria.

La Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, en cuyas previsiones se intenta amparar la restricción de tales derechos fundamentales con el complemente de una "autorización" judicial, no es instrumento hábil para ello. Sus disposiciones están pensando en medidas singulares y no generalizadas. No tiene rango de ley orgánica, y desde luego no puede comportar una habilitación para adoptar medidas que equivalgan de facto a la suspensión de un derecho fundamental. Acudir a ese mecanismo supone una insoportable banalización de los derechos fundamentales: una cosa es que un tribunal ratifique una decisión administrativa de entrada en un domicilio para practicar un desahucio, y otra es que una comunidad autonómica, por orden de una consejería o por decreto gubernamental, acuerde un toque de queda o prohíba a sus ciudadanos ir a saludar a un amigo o una novia que viven en otra provincia o comunidad, con el sello de conformidad de un tribunal.

Por su parte, el Partido Popular sugiere como fórmula la aprobación de una ley orgánica de salud pública que habilite para esa toma de decisiones en caso de crisis sanitaria. Pero ello adolece del mismo problema: sustrae al Parlamento su control sobre la suspensión de los derechos fundamentales. Sólo el parlamento tiene potestad para ello, a impulso del Gobierno, y en el contexto de un estado de alarma o de excepción para suspender derechos. Es una exigencia constitucional de primera importancia.

Sí, las comunidades autónomas pueden dictar disposiciones que regulen aforos u horarios de apertura, incluso que prohíban determinados actos públicos, y, aunque de manera más discutible, confinamientos de lugares singularizados (un edificio, un barrio, y como máximo, en mi opinión, un distrito sanitario, en función de su situación hospitalaria). Pero la suspensión de los derechos de libertad deambulatoria o de reunión para poblaciones indiscriminadas (un municipio, una provincia, una comunidad autónoma) requiere el estado de alarma. Las leyes orgánicas pueden regular el ejercicio y modular el contenido de los derechos fundamentales, pero no pueden prever una delegación en una comunidad autónoma de la facultad de suspenderlos para toda su población.

Por ello, si lo que se pretende es mantener, al menos en determinados territorios y según su situación sanitaria, los toques de queda, la prohibición de “reuniones de más de una persona” (menudo pleonasmo), como fue el caso de Galicia (sólo se permitían en la calle las reuniones consigo mismo) o los confinamientos provinciales o autonómicos, el único medio es la percha del estado de alarma, ya sea en todo el territorio nacional, o en territorios dentro de una comunidad autónoma, a petición de ésta, y con autorización del Gobierno (que a su vez requerirá ratificación por el Congreso). El estado de alarma sí permite esa restricción fuerte de derechos fundamentales, con la atribución al Gobierno de la “autoridad única”, que puede ser delegada en los presidentes de las comunidades autónomas. Y si la regulación actual del estado de alarma presenta deficiencias, bien estaría repensarla y cambiarla, pero respetando siempre la exigencia constitucional, en su artículo 116.2, de un control por el Congreso de los Diputados.

El fracaso de la política: ¿para qué la democracia, si hay jueces?

Soy consciente de que debajo de todo están las dificultades que el año pasado encontró el Gobierno para cada prórroga del estado de alarma. Había que negociarlas hasta el gong final, en particular una vez que el Partido Popular se negó a apoyar al Gobierno, proponiendo una a mi juicio imposible sustitución por leyes orgánicas que no requirieran esa intervención del parlamento. Lo cierto es que la falta de determinación del Gobierno, su miedo al fracaso parlamentario, acaso alguna información demoscópica sobre la impopularidad del estado de alarma, y la actitud incomprensible del Partido Popular, han acabado por excluir al parlamento en la toma de decisiones de este calibre. ¿Para qué la democracia, si hay jueces santificadores? Es un claro ejemplo de judicialización de decisiones inequívocamente políticas. Los jueces no están para completar decisiones de los gobiernos, sino para revisarlas desde las exigencias jurídico-legales. Da igual que intervenga el Tribunal Supremo, a través del recurso de casación exprés ideado por el Decreto-Ley 8/2021 de 4 de mayo, porque el Tribunal Supremo no deja de ser un tribunal, y no se le puede hacer partícipe de la toma de decisiones políticas, ni su función es emitir dictámenes.

Demos al parlamento lo que es del parlamento, y a los jueces lo que es de los jueces. Si el Gobierno cree que hay que mantener la posibilidad de confinamientos y toques de queda, debe pedir al Congreso que prorrogue el estado de alarma, o volver a acordarlo con su autorización. Es al parlamento al que debe pedir permiso, no a los jueces. No puede eludirse esa exigencia por el temor de no obtener la autorización: sería como pedir permiso al vecino cuando temes que tu madre te diga que no.

No sería de extrañar que un tribunal superior de justicia, en el trance de autorizar o ratificar las medidas de una comunidad autónoma que comporten confinamientos perimetrales o toques de queda, plantee una cuestión de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional. Y esperemos que, si es así, la resuelva con prontitud. Del estado de alarma podemos pasar a una alarma de Estado.

AUTOR: Miguel Pasquau Liaño

(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog "Es peligroso asomarse". http://www.migueldeesponera.blogspot.com/

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