El lucro de la vejez y la soledad (27/03/2022).

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El modelo residencial vasco trata de hacer dinero con la soledad de las personas mayores: las residencias son privadas o gestionadas por fondos, mientras que los planes del Gobierno Vasco exploran la tecnificación del hogar (pulseras, sensores, etc) o crean mercados para la vejez en lugar de abordar otras formas de convivencia.

Rosendo Basagoiti vive en Getxo y dentro de poco cumplirá ocho décadas. Ha sufrido dos ictus cerebrales en menos de un año. Al aislamiento social se le suman las complicaciones de la vejez, las enfermedades, cada vez más presentes, y el miedo constante a que le vuelva a ocurrir algo sin nadie cerca. “Con el primer ictus tuve suerte porque el técnico de la caldera se encontraba en mi casa realizando una reparación y pudo ayudarme. De lo contrario, no quiero saber qué hubiera sido de mí”, confiesa. “A veces creo que si muriera ahora mismo nadie se daría cuenta hasta pasados unos días. Solo tengo noticias de mis hijas cuando necesitan dinero. Y ni siquiera se molestan en venir a recogerlo en persona, me lo piden por teléfono”.

“Mi mayor compañía desde siempre ha sido mi madre, pero la soledad me acecha más que nunca desde que falleció hace unos meses. Tengo hijos, hermanos, nueras… todo familiares en la distancia, ausentes. Sé que me quieren, pero no me voy a engañar; realmente no están ahí como lo estaba mi madre”, solloza María del Carmen Salmón. Natural de Barakaldo, a sus 66 años pasa aislada la mayor parte de sus días: no tiene a nadie con quien hablar. Es madre de cinco hijos y la menor de sus hermanos, aunque solo su perra Rumba está a su lado durante el transcurso de los días.

Son alrededor de 263.000 personas las que viven solas en Euskadi, de las cuales casi la mitad, 112.531, tienen más de 65 años. El panorama estadístico para las personas mayores que publica periódicamente Eustat permite hacerse una idea de lo estrechamente ligadas que están la vejez y la soledad en nuestra sociedad. Entre la población joven y de mediana edad, la mayoría de las personas que viven solas son hombres solteros. A partir de la edad de jubilación la cosa cambia. Son mujeres viudas, mayoritariamente, quienes terminan solas sus días.

Isabel Larrea es una de tantas que encaja en ese perfil sociológico: persona mayor sin pareja que gestiona su angustia existencial como puede. Hasta que cumplió 86 años vivió con su marido, pero Iñigo murió por el coronavirus. Ocurrió en marzo de 2020, cuando atravesamos el más estricto confinamiento. “Desde que vivo sola me siento como un trasto, siento que mis hijos y mis nietos vienen a verme por compromiso y no porque tengan ganas de estar conmigo”, cuenta con pesar. “Lo poco que les veo, toman un café conmigo y se van pensando que ya han cumplido. Eso me hace sentir incluso peor. Sé de más familiares que hacen lo mismo, piensan que no nos damos cuenta”.

Pese a lo naturalizadas que tenemos las visitas a regañadientes a nuestros mayores, lo que no escuchamos en el Teleberri son los riesgos que conlleva a nivel de su salud, tanto física como mental. La Academia Nacional de Ciencias, Ingeniería y Medicina desvela en un estudio de 2020 que la soledad no deseada puede aumentar hasta en un 50% las posibilidades de padecer demencia. A nivel psicológico y conductual, la soledad no deseada puede provocar enfermedades mentales graves como la depresión y la ansiedad, así como adicciones a sustancias como el tabaco o el alcohol, insomnio o, incluso, trastornos alimentarios. Por otro lado, preocupa también que las personas que se encuentran en situación de aislamiento social puedan presentar pensamientos suicidas y aumentar su riesgo de morir de manera prematura. Así lo indican algunos estudios de psicogerontología, ámbito de la psicología especializado en  la tercera edad.

El aislamiento en la tercera edad, un estrato con un enorme peso en Euskadi, parece ser otro de esos problemas sin nombre. Desde comienzos del siglo XXI, el porcentaje de población de más de 65 años no ha parado de crecer y los escenarios demográficos proyectados por Eustat a 20 y 40 años vista intensifican ese crecimiento. La persistencia de la pandemia ha agravado el fenómeno. Las personas ancianas viven —como casi todas— en una situación de miedo y de angustia. Saber que existe un virus que puede ser mortal ahí afuera es suficiente para verse obligadas a aislarse. Gloria Alea ha dejado de hacer su vida en Basauri por ese motivo. Tiene 70 años, pero no quiere visitar a sus nietos, salir a pasear, o reunirse con el club de costura como cada miércoles. “No sé qué me da más miedo, si rehacer mi vida y enfermar con el virus o irme de este mundo cuando me llegue la hora sin haber disfrutado suficiente de los míos”.

¿Quién cuida?

Aunque los nombres de los testimonios son ficticios para proteger su intimidad, sus historias son reales y cada vez más comunes. Rosendo, María del Carmen, Isabel y Gloria no se conocen entre sí, pues han llevado vidas muy diferentes. Sin embargo, poseen un nexo en común: tienen familia, pero están solos. Por tanto, alguien tiene que cuidar de ellos, acompañarlos e incluso entretenerlos. A partir de los 75 años, la dependencia se incrementa hasta situarse en el 35,8% de las mujeres y el 26,1% para los hombres. Esta desigualdad se reproduce también entre quienes cuidan. Además del trabajo realizado por algún miembro de la familia, que recae en las mujeres en hasta un 62,7% de los hogares, son miles las mujeres que cada día se desplazan a casas ajenas para atender a las necesidades de estas personas. Trabajo en el hogar, servicios de asistencia a domicilio, trabajo interno… Diferentes formas de un mismo fenómeno: mujeres cuidando a mujeres. 

En España son más de medio millón de personas las que diariamente se emplean solo en el trabajo en el hogar. Algo más de la mitad de las mujeres empleadas de hogar son migrantes —el 57% de las trabajadoras del hogar y cuidados no han nacido en España, según la media de 2019 de la EPA—. De ellas, una de cada cuatro se encuentra en situación irregular. Por si esto fuera poco, el 32,5% vivía en 2019 bajo el umbral de la pobreza y una de cada seis en pobreza severa. Estas mujeres se desempeñan en un marco laboral discriminatorio y en muchos casos sobreexplotadas o bajo amenaza como consecuencia de la Ley de Extranjería.

Los informes sobre la inmigración en España y las cifras de afiliación en el subsistema de hogar en el Registro General de la Seguridad Social dan cuenta de cómo el fenómeno migratorio aparece para hacer frente a los déficits existentes en este sector. En palabras de Isabel Otxoa, profesora de Derecho del Trabajo en la Universidad del País Vasco, “no contamos con ningún estudio riguroso sobre la cantidad de trabajadoras sin papeles que hacen su aportación a la economía de los servicios de cuidado, y durante cuántos años en cada caso”. Si nos fijamos en la estadística de 2020 de la ATH-ELE, el 31% de las internas que atendían a domicilio a personas con alguna dependencia no estaba ni siquiera regularizada. “Tampoco está investigado el volumen de empleo en servicios al hogar que circula con la tapadera de agencias de colocación que dirigen la relación laboral desde su oficina, evitando la aplicación del Estatuto de los Trabajadores con la pantalla de la firma de un contrato de hogar entre las partes”.

La vida de las personas ancianas se sostiene a día de hoy gracias a un sistema global de explotación que la socióloga estadounidense A.R. Hochschild bautizó en el año 2000 como “la cadena global de cuidados”. De acuerdo a la propia Otxoa “el concepto hace referencia a la migración como motor del empleo doméstico en los países ricos” y desarrolla la idea de que “la cadena estaría constituida por mujeres que ya no quieren o no pueden hacerse cargo de los cuidados en su entorno, trasladando sus responsabilidades a mujeres de países empobrecidos, las cuales a su vez delegan el cuidado de sus familias a otras mujeres en sus países de origen”. 

Descuida, yo te cuido

En la tragicomedia I care a lot —traducido en España como Descuida, yo te cuido—, Carla Grayson es una despiadada mujer de negocios que ha hecho de la vejez la gallina de los huevos de oro y no tiene ningún escrúpulo para beneficiarse de los demás. La película narra una trama de corrupción en la que una triangulación entre el sistema de salud, la judicatura y la propia Grayson, que se desempeña en el sector de cuidados, arrebata la tutela a personas mayores para gestionar su patrimonio y exprimir hasta el último centavo. Volviendo a la realidad, lo cierto es que la economía de la vejez, o silver economy, como la han bautizado los amantes de los anglicismos, se ha convertido en un nicho de mercado altamente apetecible. El Banco Sabadell estima que las personas mayores de 55 años, conocidas como silver, gastaron cerca de 11,8 billones de euros en todo el mundo en 2020.

Silver economy es un sistema de producción, distribución y consumo de bienes y servicios que promete satisfacer las necesidades de consumo, vida y salud de las personas mayores, aprovechando su poder adquisitivo. O como dice la protagonista de I care a lot,  exprimir hasta el último euro de los ahorros y la pensión. “Nuestros mayores, ‘oro en bruto’ de la sociedad vasca”, se leía en un titular de una de las cabeceras vascas.

¿Cómo solucionar este problema recurriendo a los mecanismos del mercado? La silver economy se ha presentado desde el Gobierno Vasco como “una forma de estimular la actividad económica y sectores productivos y de servicios ligados al envejecimiento como oportunidad para Euskadi ante el reto demográfico”. A pesar de la situación de precariedad de muchas personas mayores, la Comisión Europea estima que esta economía aportará un 32% al PIB Europeo para el año 2025 y que en los próximos años el 38% del empleo estará vinculado a esta práctica. Rakel San Sebastián, directora de la Fundación Adinberri, reconoce que en la actualidad la silver economy representa un 5,5% del PIB de Gipuzkoa y un 9,2% del empleo.

En cierto modo, esta economía se asienta en la creación de centros y residencias privadas, con mano de obra precaria, como motores de cuidado. En 2019 había un total de 20.949 plazas residenciales, de las cuales 7.487 eran públicas y las otras 13.462, privadas. Por territorios históricos, las plazas se distribuyen entre Álava (3.489), Bizkaia (11.449) y Gipuzkoa (6.011).

Pilar Pérez ha ingresado en una residencia privada de Vitoria-Gasteiz a su padre de 81 años, Miguel Ángel. Por los 2.600 euros al mes que paga, esperaba los mejores cuidados, pero nada más lejos de la realidad. “En lugar de atenderlos como se merecen, se limitaban a medicar a los ancianos para calmarlos, para que molesten lo menos posible”, confiesa, a la vez que reconoce sentirse estafada.

La historia de Francisco y de su madre es similar. Decidieron ingresarla en una residencia privada de Donostia, ya que presentaba una demencia senil severa que requería unos cuidados inasumibles dentro del domicilio familiar. Su coste, 2.100 euros mensuales. “Recuerdo que en la maleta de mi madre metí unas prótesis para que pudiera comer. Al cabo de diez días, cuando fui a visitarla, las prótesis seguían en su caja, no se las habían puesto. Decidimos traerla de vuelta al domicilio y, entre otras cosas, resulta que el centro había extraviado parte de su ropa. Dada su demencia, mi madre suele gritar por las noches, pero cuando regresó a casa estaba tan adormilada por las altas dosis de medicación que le administraban que tardó un par de días en volver a la normalidad”, denuncia Francisco. 

El País Vasco tiene las residencias privadas más caras de España, con un pago mensual medio de 2.496 euros. Sin embargo, desde el año 2017 los sindicatos vascos han realizado diferentes manifestaciones y protestas en demanda de mejoras en los servicios que ofrecen y en sus precarias condiciones laborales.

La desidia latente en nuestra sociedad normaliza la marginación que sufren las personas mayores. Y la solución no puede basarse únicamente en el aumento de residencias o en la contratación de personal auxiliar. Menos aún, en mirar para otro lado. Sin embargo, el futuro que muchos críticos vaticinan es una división de clases aún más acrecentada entre las personas mayores que pueden hacerse cargo de un final de vida próspero y quienes deben seguir en la marginación social. Respecto a la clase pudiente, el consenso crítico coloca el foco en los 1.215,7 millones de euros que ha previsto el Gobierno Vasco en inversiones público-privadas bajo los Proyectos Estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica. Concretamente, en tres proyectos de carácter estratégico diseñados para crear nuevos mercados donde la salud de los mayores se convierte en un servicio de pago, no en un derecho. 

Este el carácter eminentemente comercial de la silver economy que define los 130 millones en fondos europeos destinados para el Gipuzkoa Advanced New Therapies Territory, que busca convertir al territorio en un motor económico en este mercado partiendo de empresas tractoras, como Viralgen y VIVEbiotec. También destaca el proyecto Osasunberri, que contará con una inversión pública de casi 200 millones para desarrollar medidas de contención privadas y tratamientos de pago que ofrezcan una solución integral de diagnóstico para la gestión del covid-19 o futuras pandemias. La firma corporativa que lidera el proyecto es la empresa Biolan Microbiosensores SL. Finalmente, el proyecto Economía de los Cuidados plantea un objetivo social, con el foco puesto en la perspectiva de género, modelos de atención, sistemas, servicios, productos y relaciones entre agentes, pero los casi 282 millones públicos de inversión terminarán en residencias privadas.

De otro lado, si nos referimos a los mayores en peores condiciones materiales, las estadísticas muestran que los hombres de 65 y más años tienen una renta personal media que va decreciendo progresivamente con la edad. Cuanto mayores son, menos renta tienen. Respecto a las mujeres, a partir de los 80 años tienen unas rentas medias que aumentan ligeramente, debido al cobro de pensiones de viudedad. Una lectura un tanto torticera, pues también muchas mujeres de 80 años tienen pensiones no contributivas. Datos más precisos sobre los umbrales base de pobreza evidencian que estos aumentaron en un 17,5% en hogares de personas de 65 años o más y se situaron en 816,99 euros de ingresos netos mensuales.

No podemos darle la razón a Gabriel García Márquez cuando decía que “el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. Depende tanto de las instituciones, como de la ciudadanía, que las personas mayores se sientan escuchadas y reconocidas, y no como un problema, un estorbo o un gasto.

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