Generación de cristal, ¿por lo frágil o por lo transparente? (21/02/2021).

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El número de jóvenes que remite síntomas de depresión o ansiedad se ha incrementado tras la pandemia mientras los expertos hablan de una “cuarta ola” de mala salud mental. La generación Z ha conseguido poner sobre la mesa el padecimiento psíquico, pero colectivos y activistas advierten que todavía falta llegar al fondo de la cuestión.

Hace unos meses una cadena televisiva preguntaba a una niña qué lección sacaba del coronavirus. “He aprendido que no tenemos futuro”, espetaba ella, poniendo en palabras el sentimiento de millones de jóvenes que, crecidos entre crisis, han de resignarse a vivir peor que sus padres. La Organización Mundial de la Salud (OMS) afirma que la depresión será la primera causa de discapacidad entre jóvenes y adultos en 2030 y, a día de hoy, el suicidio es la segunda causa de muerte entre personas de entre 15 a 29 años. En un contexto de desigualdades acusadas, falta de expectativas ante un mercado laboral inaccesible e incapacidad de planificación o de cumplimiento de las aspiraciones vitales, la herencia recibida ha llevado a que la generación Z —la nacida entre 1995 y 2010— sienta menos reparos a la hora de exponer sin tapujos su forma de pensar, sentir y padecer.

Aunque ni el cuestionamiento de los discursos hegemónicos ni la voluntad por evidenciar la relación entre la salud mental y el sistema capitalista sean algo nuevo, el auge de las redes sociales ha ayudado a que cada vez más jóvenes hablen abiertamente de cuestiones como la depresión o la ansiedad. “Creo que es una generación donde no se compran los mantras capitalistas y neoliberales de que si estudias o trabajas todo irá bien”, argumenta Marta Carmona, psiquiatra crítica con el sistema de salud mental español, quien alude también al 40,2% de desempleo juvenil en España, la cifra más elevada de la Unión Europea. La necesidad de expresar pensamientos, sentimientos, inquietudes o lamentos ha llevado al uso del concepto de “generación de cristal” para definir, despectivamente, a los zoomers, pero para Carmona, lejos de eso, “es una generación que se va a tener que hacer cargo de las cenizas de una sociedad y de un planeta que lleva décadas quemándose y que exterioriza mucho más ese malestar porque le han visto el cartón al sistema”. 

“Cada vez tenemos mayor necesidad de expresar los problemas de salud mental, sobre todo porque estos van ligados a dificultades sociales que llevamos arrastrando desde hace años”, confirma Álex G. Romero, activista en Orgullo Loco Madrid, un colectivo que lucha contra la vulneración de los derechos humanos en psiquiatría y cuestiona los discursos ampliamente aceptados sobre el padecimiento psíquico. Yuno, una barcelonesa de 18 años, es un ejemplo de esta ruptura del tabú: “En las redes me quiero mostrar tal cual soy, ya me puse una máscara durante muchos años y prefiero ser transparente”, explica la joven, que recibe miles de visitas en su canal de YouTube, Purpurin Unicorn, donde habla sobre sus diagnósticos de salud mental, el bullying y su experiencia en centros psiquiátricos: “Prefiero ser considerada generación de cristal antes que de piedra”, defiende.

Normalización

J Balvin acumula 46 millones de seguidores en su Instagram, encabezado por una fotografía de perfil que reza: “La salud mental es tan importante como la salud física”. En los últimos dos años la NBA ha impulsado un programa enfocado a la salud mental de los jugadores de baloncesto. Recientemente, Miguel Herrán, actor en la reconocida serie española La Casa de Papel, expuso su padecimiento psíquico en sus redes. “Creo que cada vez hay más referentes de todo tipo rompiendo con el silencio que imperaba”, expone la activista Fátima Masoud, activista en Orgullo Loco Madrid, cuando trata de explicar por qué cada vez más jóvenes visibilizan el padecimiento psíquico compartiendo sus propias experiencias o emociones. Álex G. Romero, no obstante, alerta de que el anonimato de estas herramientas es un factor importante en el fenómeno. “No es lo mismo hablar de salud mental en redes sociales que contarle a tus amigos o compañeros de clase que vas a terapia, o que estás pasando un mal momento. Es más complicado”, argumenta.

Hugo de Vargas tiene 20 años y vive en Barcelona. Le diagnosticaron Trastorno Límite de la Personalidad (TLP) cuando cumplió la mayoría de edad. “Yo no era capaz de entender mi trastorno como me lo exponían los médicos, pensaba que había una cuestión de fondo de cómo yo, como individuo, estaba socializando en este mundo y que quizás eso tenía que ver con mi padecimiento”. Empezó a informarse por internet y redes sociales, conociendo discursos críticos con el sistema de salud mental. El camino, no obstante, no le resultó fácil: “Yo estaba en ingreso psiquiátrico y mis compañeras eran fundamentalmente de la generación boomer —personas nacidas entre 1946 y 1964—, así que como activista me sentía un poco solo, porque ellas no han tenido acceso a las mismas herramientas que yo para cuestionar el discurso que se daba en el hospital”, expone.

Como paciente, no obstante, se sentía muy acompañado: “Yo me nutría de mis compañeras y ellas de mí y llegábamos a puntos de inflexión muy interesantes”. Quizás el resultado de ese intercambio fue precisamente el que le llevó a continuar su activismo por la salud mental en redes sociales: presente en Twitter, Instagram y Tik Tok, Hugo de Vargas comparte reflexiones sobre el padecimiento psíquico desde su propia experiencia y con un discurso muy enfocado a señalar lo que considera el verdadero problema, que trasciende del modelo biomédico: el sistema actual.

La patologización

Cada vez se habla con más naturalidad de ellos, pero ¿qué son los trastornos de la salud mental? Para Marta Carmona, se trata de un concepto discutible: “Se habla de trastornos como enfermedades, con lo que hay toda una narrativa somática de fondo: como que algo de repente se rompe en tu cabeza y se buscan unos síntomas para diagnosticar qué pasa, y eso es una forma de buscar enfermedades como si fueran más físicas que mentales”. El primer Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales publicado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA, por sus siglas en inglés) recogía en 1952 un total de 128 trastornos en 132 páginas frente a los 541 trastornos y 947 páginas que condensa la quinta edición, publicada en 2013.

Para Fátima Masoud, las implicaciones de ello son claras y entran en juego intereses económicos: “Se patologizan todo tipo de conductas y emociones porque al final todo esto lo mueve un modelo biomédico del que sale ganando la industria farmacéutica”, defiende. “El pensamiento mayoritario es que hay unos problemas en el cerebro que hace que tengas unos desequilibrios concretos, cuando en realidad muchas veces es una depresión porque no llegas a final de mes, o porque tienes dos hijos y no te da tiempo a estar con ellos… O sea, lo que es el propio sistema capitalista”, resume la activista. Álex G. Romero coincide en el análisis: “Ante el desbordamiento de lo social, la gente acude a pedir ayuda psicológica con la consecuente entrega de tu etiqueta psiquiátrica”, añade.

Claudia Pradas es una psicóloga especializada en jóvenes adultos que compagina su consulta en A Coruña con el uso de las redes sociales para abordar cuestiones de la salud mental en un tono más desenfadado con el que acercarse a la generación Z. Para esta especialista, es necesario acudir al factor económico para explicar los motivos, pero no solo por una cuestión de beneficios para un sector, sino también de ahorro para las arcas públicas: “Al final lo que busca el grueso del sistema de salud mental es una terapia rápida que permita que seas funcional y aportes al sistema sin costarle mucho; una terapia más profunda que busque la raíz del problema, que antes de poner nombre a lo que tienes te evalúe detenidamente y haga un análisis de tu entorno, es una terapia cara: cuesta tiempo y profesionalidad”. Frente a ello, dice, se presenta la alternativa de los medicamentos: “Los antidepresivos son importantes y pueden ser necesarios”, matiza, “yo misma recomiendo a algunos pacientes que vayan al psiquiatra porque a veces hace falta estabilizar, pero no es la panacea ni una pastilla mágica, y un medicamento puede no irte bien”. 

Pradas critica la escasez de profesionales de la psicología en la sanidad pública —seis psicólogos por cada 100.000 habitantes— en España, además de sentir que el sistema educativo o laboral no favorece una buena salud mental. Lo ejemplifica haciendo alusión a una de las definiciones de la OMS de este concepto: “Estado de bienestar en el que la persona realiza sus capacidades y es capaz de hacer frente al estrés normal de la vida, de trabajar de forma productiva y de contribuir a su comunidad”. “Si lo miras desde el punto de vista crítico puedes pensar: ‘Ah, si aportas estás sano y si no aportas no estás sano’. Hay gente con unas depresiones de caballo que son altamente funcionales, así que no se tratan, y tú puedes estar muriéndote de ansiedad, pero si funcionas no pasa nada”. 

Por eso, dentro de las familias con menos ingresos surgen, defiende Hugo de Vargas, una serie de problemas emocionales que en la clase alta o no hay, o que al menos no se presentan de la misma manera. Funcionar dentro de un sistema con unos horarios laborales estrictos “donde las proyecciones, los sueños o el amor propio quedan en un segundo plano porque nuestro motor de vida es entregar nuestra fuerza de trabajo al patrón en muchos casos en condiciones precarias”, dificulta, defiende el joven, el disfrute de la esfera privada. “Y todo lo que se sale mínimamente de la norma que permite cumplir los estándares de productividad es tachado, diagnosticado y moldeado como se quiere o se requiere”, añade.

Según los últimos datos de la Encuesta Nacional de Salud de España (ENSE), publicada por el Ministerio de Sanidad en 2017, un 13,5% de la población de clase social más baja presentaba alguna enfermedad mental frente al 5,9% de la clase social más favorecida y, mientras el riesgo de padecerla ascendía al 24% entre la ciudadanía del último cuartil, en el caso del primero se colocaba en un 6%. También la discapacidad derivada del padecimiento psíquico era notablemente menor en función del nivel socioeconómico del paciente: 5,3% frente al 1,9%. A ello, recuerda Fátima Masoud, se suma una mayor incidencia de padecimiento psíquico entre las mujeres y entre los colectivos minoritarios —LGTB, personas racializadas...—, además de que el factor del estigma social varía entre un grupo poblacional y otro: “No es lo mismo un rico loco que un pobre loco. Un pobre que está loco es un señor que está gritando por la calle, sin hogar, y un rico que comete excentricidades no pasa nada, porque es rico”. 

(In)visibilidades

Según la última Encuesta Europea de Salud, publicada en 2014, un 4,6% de los jóvenes españoles de entre 15 y 34 años habían acudido a una consulta de psicología —pública o privada— el último año, una cifra notablemente más alta que el 3% de 2009. La Confederación Salud Mental España presentaba en 2019 un informe en el que aseguraba que, en el país, dos millones de jóvenes de 15 a 29 años (30% del total) habían sufrido síntomas de trastorno mental en el último año, unos síntomas que varios estudios han demostrado que se vieron incrementados en este sector poblacional en la pandemia de forma más acusada que en adultos más mayores. “Creo que lo que le ha pasado a nuestra generación es que estamos en un momento social, por lo menos en nuestro país y en occidente, en el que las problemáticas que existían hace algunos años, como guerras, pobreza o conflictos económicos, siguen existiendo pero quizás de un modo más pasivo”, teoriza Hugo de Vargas. 

Él hace la comparativa de la generación de sus abuelos, que vivieron la Guerra Civil y la posguerra, y la de sus padres, que vivieron “una transición política y social difícil”: “Creo que ahora seguimos batallando, pero de un modo más indirecto y que da espacio a que se pongan sobre la mesa otras cuestiones”, expone el joven. Si bien cree que cuestionar la ‘cultura de la no-vulnerabilidad’ es más frecuente entre la generación Z, “la ruptura del tabú no siempre implica ser crítico, y yo creo que deberíamos hacer ambas cosas”.

A ello se refiere Marta Carmona cuando incide en la necesidad de profundizar en el contexto a la hora de exponer el padecimiento psíquico: “No podemos convertir la psicoterapia en la panacea y en la respuesta a todo, porque podemos estar obviando un problema estructural que no se resuelve”, expone la experta, quien advierte de la tendencia por parte de muchos jóvenes de reducir las dolencias psíquicas en conceptos como la falta de serotonina: “El sufrimiento que tiene la gente de Cañada Real a la que Naturgy les quitó la luz no se soluciona yendo a terapia, ni es un tema de falta de serotonina”, ejemplifica. 

A la tendencia, todavía actual, de quedarse en la superficie cuando se abordan cuestiones de salud mental, Claudia Pradas añade que a veces también se produce una romantización de las mismas: “La línea entre hablar de salud mental y romantizarla es fina, la línea entre esta película está criticando el sistema de salud mental o romantizando a una persona que tiene equis cosa es fina. Creo que vamos por buen camino porque los pacientes tienen cada vez más voz y voto y los psicólogos empezamos a ser más críticos, pero el proceso ni es rápido ni es barato”, insiste.

También Álex G. Romero defiende que la gente joven tiende a banalizar ciertos problemas de salud mental, especialmente la depresión y la ansiedad, y aunque defiende que no se haga con mala intención, sigue habiendo mucha desinformación en un contexto en el que “las ganas de aprender y deconstruirse son escasas”. Sin embargo, Hugo de Vargas aventura que en unos años habrá un choque entre quienes lucharán por el cambio en el sistema de salud mental y quienes seguirán anclados en la perspectiva más tradicional: “El problema es que las locas somos un colectivo que no podemos salir con facilidad a la calle para protestar”. Es en ese punto donde, para Álex G. Romero, entra en juego el activismo en salud mental desde donde abordar “temas incómodos, porque implica cambiar las bases del sistema, tanto sanitario como social”, lo que por otra parte hace difícil contar con apoyo de las instituciones y visibilidad en los medios de comunicación, lamenta el joven. 

La proliferación, en los últimos años, de los conocidos como Grupos de Apoyo Mutuo (GAM) son otro ejemplo positivo de la normalización del padecimiento psíquico. Estas iniciativas tuvieron un gran protagonismo durante la pandemia, en un contexto en el que la salud mental de la población quedó deteriorada por el confinamiento y las crisis sanitaria y económica que se adivinaba ya desde el principio. Sin embargo, todavía hay carencias. “Queremos sentirnos apoyadas y para ello aún falta por conseguir muchas cosas, como la normalización o acabar con los estigmas”, reclama Yuno. Por eso Marta Carmona insiste en que hace falta incidir especialmente en la necesidad de que el sistema psiquiátrico “deje de vulnerar los derechos de los pacientes”, impulsando reformas legales que resultan fundamentales para que, apoya Hugo, “el sistema deje de llevarse vidas por delante”. 

La psiquiatrización

“Lo primero es aumentar el factor social en los hospitales psiquiátricos, contratar a más trabajadores sociales, porque muchas personas que van al hospital tienen bestias en su día a día (económicas, en su familia…) que no se tratan en un centro, y que son las que realmente generan ese padecimiento”, prioriza Hugo de Vargas, que también cree que debería mejorarse la atención psicológica que reciben los pacientes: “Creo que tiene que haber un acompañamiento también cuando sales del psiquiátrico, si no lo único que estamos haciendo es mantener viva a esa persona pero luego la dejamos a su suerte”. El día que a Hugo le dieron el alta, se la dieron también a una compañera que se suicidaría unos meses después: “Yo salí vivo, pero ella se podría decir que no salió viva. Estamos dando un tratamiento a los pacientes, ¿pero qué seguridad les damos después? ¿Asume el sistema la responsabilidad de la vida de las personas, o hace lo que tiene que hacer el sistema: mantenerlas con vida un tiempo finito?”, reflexiona. 

“A mí personalmente la experiencia psiquiátrica no me sirvió, me generó un trauma”, espeta Yuno, que valora que el sistema presenta graves carencias. Del mismo modo que le sucedió a Hugo de Vargas, cuando Álex G. Romero empezó a conocer otras alternativas presentadas por Orgullo Loco Madrid en las que respetar la autonomía de los pacientes, “los ingresos dejaron de serme útiles en la mayor parte de los aspectos”. Sin embargo, matiza, en una misma ciudad el tipo de tratamiento difiere mucho según la zona sanitaria: donde él estuvo ingresado, aunque “no se hicieran las cosas perfectas, en términos generales se tiene en cuenta la voluntad del paciente y se fomenta su autonomía, es común ir bajando la medicación y se elabora un documento anticipado donde explicas qué te ayudaría que hiciera el personal sanitario si acudes con una crisis al hospital”. Exportar ese modelo a otras zonas sanitarias ya sería, afirma el joven, un avance.

Más allá de cuestiones de eficacia, Fátima Masoud incide en las contenciones forzosas, la sobremedicación y otras prácticas que vulneran los derechos de los pacientes, y que se han visto agravadas con la crisis del coronavirus al prohibir visitas de familiares en varios centros. Sin embargo, es optimista con la mejora del sistema por la existencia de iniciativas o alternativas implantadas en otros países y el empuje de unas generaciones que empiezan a cuestionar lo establecido, además de sentir que lo que algunos expertos bautizaron como “cuarta ola” —el empeoramiento de la salud mental que seguiría a la crisis del coronavirus— está ayudando a poner sobre la mesa la cuestión del padecimiento psíquico, también con otras narrativas: “Cuanto más se hable de salud mental, más se puede hablar desde la perspectiva crítica sobre salud mental”, expone la activista.

Marta Carmona comparte lo positivo del proceso: “Cuando por fin mucha gente que está intentando definir qué es la salud mental y cómo cuidarla deje de hablar de serotonina o de terapia como significante vacío y se pongan a investigar otras corrientes para entender la salud mental, se harán cosas muy interesantes”. Cosas que en el pasado, concluye la psiquiatra, no se hicieron bien. Porque aunque la lucha contra los discursos hegemónicos y el hecho de que se cuestione la salud mental no es algo exclusivo de la generación Z, el mayor número de herramientas, el desgaste acumulado y la diversificación de referentes puede impulsar un cambio que permita hablar más, y quizás mejor, de salud mental.

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