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Mientras llega la ambulancia (26/04/2022).

La cara fea del cuidado son esas mujeres silenciosas cuya vida pasa de enfermo en enfermo del árbol familiar; esas mujeres que no tienen asco a la cuña del hospital ni a las agujas, ni a la sangre ni las escaras.

Los cuidados es una palabra que me provocaba empatía, calor, seguridad. Cuando alguien hablaba de cuidados, sobre todo en determinados espacios, me hacía casi automáticamente sentir cómplice, sentir que aquel lugar era un lugar amable, un lugar donde poder estar. Los cuidados, esa incómoda verdad que gracias a los feminismos pusimos sobre la mesa, daban un vuelco a cualquier estimación macroeconómica y a la intimidad de nuestras casas. Los cuidados eran género, eran trabajo, eran migraciones y racialidad, eran vecindad, eran servicios públicos. Eran la vida misma y por fin la sacábamos a la calle.

Sin embargo, como la resiliencia o el empoderamiento, los cuidados empieza a ser una palabra que se me atraganta un poco, que empiezo a sentir ajena, manoseada, hueca. Nos cuidan los bancos, las empresas de Florentino y las aseguradoras, las empresas de salud y los coaches de Instragram. Se nos exige cuidarnos y cuidar, ser responsables, pero no desde el común, sino desde el “sálvese quien pueda”. Se abanderan del cuidado las mismas residencias de personas mayores donde se han producido terribles episodios de maltrato. Paradójico que a medida que otros se apropian del cuidado, lo que se extienda sea el desamparo.

Pensaba en todo eso después de estar esperando en vano la ambulancia que solicitamos el pasado domingo de Pascua (o de Resurrección, qué ironía) desde mi casa en Madrid. Una ambulancia que, nos dijeron, podría tardar hasta cuatro horas en llegar. “Si pueden ustedes, tomen un taxi”. Eso hicimos.

Cometí el error de compartir en Twitter mi cabreo, mi frustración, mi dolor. No cargué contra nadie, no hice un análisis racional. Sí que dije que cuatro horas de retraso en una ambulancia son un asesinato. Pronto comencé a recibir mensajes cargados de odio, de burla, de desprecio y de deseos ruines. “Retrasada”. “Ponte a trabajar”. “Feminazi”. “Puta”. “Mentirosa”. Sólo me ha dolido el último, quizá por esa vieja moralina que repetían mucho en casa de que con las enfermedades ni se miente ni se juega.

No quiero contar aquí el motivo de esa ambulancia, ni necesito que nadie haga triaje de mi preocupación o diagnostique la legitimidad de nuestro sufrimiento. Basta con decir que hablo desde la posición de un hogar donde pasamos bastante tiempo entre hospitales, urgencias y consultas, como otros millones de casas a nuestro alrededor. Ojalá no tuviera agencia para hablar de esto, porque la cara fea del cuidado sigue siendo casi, casi, un tabú. Pero hay que hablar de ella.

Hay que hablar de los pastilleros que se olvidan y de las recetas pegadas con un imán en la nevera. De la luz taciturna de las habitaciones donde descansa alguien enfermo, ahí donde da igual que sea domingo o que sea miércoles. De las casas medicalizadas donde lo urgente ha ganado la batalla a lo cotidiano y los trastos se acumulan porque no hay tiempo de pintar, ni de ordenar, ni de hacer reforma. De las muletas, las sillas de ruedas, los empapadores, de convertir el plato de ducha en bañera. Del olor a cerrado que no se va. De la incomodidad de las visitas. De la tristeza de que no te visiten. De los turnos, de las ausencias y los reproches.

La cara fea del cuidado son esas mujeres silenciosas cuya vida pasa de enfermo en enfermo del árbol familiar; esas mujeres que no tienen asco a la cuña del hospital ni a las agujas, ni a la sangre ni las escaras. Son las que tienen que limpiar un culo ajeno y vivir en la oscuridad de esas tardes infinitas donde la siesta se pega a la cena, trabajando para que a su vez otras, en otras orillas, también cuiden a los suyos. Son las que alivian el panorama con un chiste, con un libro, con una peli, y también las que prefieren lamentarse y cagarse en Dios, bajito, en otro cuarto, para que no las oigan. Son todas esas personas cansadas que cuando se montan en el metro llevan ya tres horas despiertas, que no se irán al extranjero de vacaciones, ni al pueblo tampoco, ni a ningún concierto ni exposición ni a dar un puñetero paseo, porque están demasiado cansadas y ocupadas para hacerlo. Las que preferirían un apartamento enfrente del 12 de Octubre o de la Jiménez Díaz antes que a la orilla del mar. Son también las que no querían este destino, pero no pudieron evitarlo, y a veces fantasean, en culpable silencio, con ser un poco más libres.

Hay cosas que ni la mejor sanidad pública puede arreglar. No se puede aliviar la punzada en el pecho de un mal diagnóstico, ni la espera angustiosa de unos resultados. Ni tampoco esa rutina absurda de levantarse a cada rato para comprobar que el otro respira. No se pueden hacer más cortos los días o las noches, y ni el mejor avión medicalizado, que seguro, algunos ricos tendrán en casa, podría llevarte a hacer ese viaje que se nos ha quedado pendiente. Hay cosas que no se mitigan por muy rápido que llegue una ambulancia o por maravillosas que sean las sanitarias que te asistan (que lo son). Pero estoy segura de que todos estos males pueden aliviarse, de que la medicina y la gestión de la Sanidad consisten también en hacer lo más liviana y corta posible la angustia y la incertidumbre. No me cabe duda de que una sanidad pública universal y de calidad pondría en valor los recursos humanos que la sostienen, que antes que recursos son personas, como estoy segura de que hay dinero para infraestructuras y para servicios, y si no lo hay, habrá que sacarlo de donde sea, y a costa de lo que sea. Se me ocurre que podemos empezar, por ejemplo, con algunos comisionistas.

Aunque me hubiera inventado todo esto de la ambulancia, y pese a que no pido a nadie que me lea, que me crea o que no recele, sí sugiero que, si no tienen empatía, saquen al menos los números. La gestión de la pandemia paralizó las listas de trasplantes, los diagnósticos de cáncer, y la atención primaria, pero llenó las arcas de la sanidad privada y de las residencias de mayores, de sus inversores y los fondos que las rapiñan a niveles históricos. El último informe del Observatorio de la Ley de Dependencia recuerda que 43.000 personas no llegaron a tiempo a las ayudas. Que hay 93.346 personas en el limbo de la dependencia (pendientes de recibir la prestación o servicio al que tienen derecho) y 124.596 solicitantes pendientes de valoración. De nuevo, el maldito tiempo. También dice que solo el 13 por ciento del total de las cuidadoras están registradas en el sistema y en el mejor de los casos –o el peor de los grados de dependencia– reciben algo más de 300 euros para costear su trabajo, los “cuidados familiares”. No es necesario recurrir a historias individuales, porque los datos son ya abrumadoramente duros.

La disputa de los cuidados, su reapropiación, su transformación, implica redistribuirlos, reconocerlos, representarlos a través de las que los ejercen; pero también, y sobre todo, reducirlos, romper con la abnegación y la culpa, las soledades y los silencios, la resignación. Porque las cuidadoras son pobres de tiempo y de derechos, pero las cuidadas también, y todas tienen derecho a ser libres, y egoístas, y a fallar y a no llegar a todo, cuando nadie más llega. Esta disputa implica pensar juntas estrategias desde el común para cuidar a las que cuidan y también a las que son cuidadas, porque no hay nada más triste que un enfermo que se disculpa por serlo. Una política feminista de cuidados, creo, tiene que sacar a la luz la cara más fea de estos, abrir la ventana y airear las habitaciones, acompañar en los paseos y en las salas de espera, plantar los pañales sucios y los pastilleros repletos sobre la mesa de los Consejos, las Conferencias, los Convenios. Nos va la vida en ello, y la vida es mucho más que el tiempo que pasa mientras llega la ambulancia. 

AUTORA. Irene Zugasti

 

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